CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
Se me desordenan las palabras. Cuando deberían gotearse dentro de la fuente decorativa que las conecta automáticamente al entrar al Mart, 8 en punto, saltan, sapos con verrugas y se estampan sobre los electrónicos relucientes. "Mejor poné otra cara, cara vendedora" bufa Parlutti, la gallina que ocupa la tabla de arriba en la estantería del escalafón. Pero mis palabras se desacomodan, desarman las filas donde habitualmente se encolumnan prolijitas para hacerle la venia al Jefe de Electrodomésticos: "¿Cara vendedora, decís? No me vengás con bromas". Se le enganchan en la ropa, en el estupor, traspasan su blindaje de jefatura, abrojos que hincan. "Pero ¿qué...?"
Abajo, encerradas en un nudo en la garganta por Marisa Córdoba, se han secado y resecado mis decires; queda una única cosa a expresar. Una.
Maniobra defensiva de Parlutti para quitarse y devolverme las ortigas. Dice:
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"¿Pero vos que te creés? Esto ya lo arreglamos, llegaste cinco minutos tarde, y sacate esa jeta o vas a gerencia"; en tanto amonesta, el jefe pesa los zapateos de los clientes que rechinan por reclamos ante mi mostradorcito; la cola es de dos metros de cuerpos de compradores y su molestia; ordena: "Andá, después te espero. De ésta no zafás".
Me apantalla para que cumpla mi función.
En este híper le hago de chaleco antibalas.
...
Ocupo mi puesto y empiezo a atender las quejas de los consumidores. Desde su tablón, Parfutti marca los "bienvenidos al Mart" que mis frases no colocan en los casilleros correspondientes, las calcomanías de sonrisas que no me pego al hocico, la totalidad de objetos que acepto como devoluciones; en su tablón alto, la gallina pisotea nervios. Extiendo una nota de crédito tras otra. Metidos en su desorden, mis decires no intentan convencer a ninguna de las personas de la fila de que manipuló mal el producto, o que la empresa no se hace responsable de los altibajos de tensión eléctrica, o que la garantía no corre porque... fíjese en la letra chica.
Mientras mi lapicera expide salvoconductos, vales de canje y reparte loterías, las desenfrenadas de mi paladar proclaman: "Feliz navidad", "feliz navidad"; "igualmente" replican quienes recogen sus medias llenas de regalos aunque sea setiembre.
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Dentro de su garita en Auschwitz, Parlutti gesticula. Claro que ignora que mis palabras (todavía detrás de la lengua) ya lo han cercado y cuando salgan de su guante de carne, lo ahorcarán con la cuerda de lo que saben. "Vení" grita tras los vidrios de su atalaya en el campo de concentración. "Vení vos" rebota lo que sale de mi boca, cascotes contra su torre.
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A Marisa Córdoba, la morocha que tengo a mi vista y ocupa el quinto lugar en la hilera de los que esperan, no le otorgaré un pase de nueva chance para algún artículo de segunda categoría disfrazado de oportunidad, "calidad a precios sin competencia sólo en Mart". No hay con qué resarcir a la morocha.
Cuando se instala a la cabecera de la fila, frente a mí, en el mostrador, cuando mis palabras se abren pétalos de un crisantemo: "lamento lo que ocurrió con su marido, señora", y arman una corona fúnebre, las palabras van sacando las fotografías que tomaron, las despliegan, lo muestran a Parlutti en una serie de tomas: Parlutti comprobando que el stock de disyuntores ha venido con una falla que se revela a las cien horas de uso continuo, cuatro días de funcionamiento. Parlutti negándose a sacar un comunicado en el diario advirtiendo el peligro, hay que ahuyentar toda publicidad yeta. Parlutti borrando rastros, practicando notas de prevención a mandar al domicilio de los adquirentes, ensayando hasta encontrar la sinfonía adecuada, la del menor costo futuro para la empresa y para el suyo propio. Parlutti contabilizando riesgos: menos mal que se vendieron sólo tres aparatos. Dos a gente con residencia en Entre Ríos, es decir Marte. Parlutti sin preguntarse qué pasaría si la carta de advertencia llegaba tarde a alguno de los usuarios. Parlutti ignorando una noticia publicada en necrológicas luego de que pasara por policiales: "Desdichado accidente. Electrocutado... 37 años de edad... dos hijos".
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Instantáneas que tomo mientras Parlutti se acerca al mostradorcito, ve, es ése, señora.
Ahora llueven mis palabras, garúa que nos empapa. "¿Marisa, trajo el...?". "El aparato, sí. Y la constancia del médico... También la del técnico que revisó el disyuntor y encontró el defecto después de que usted me alertara. Y la notificación de Mart sobre la falla... que llegó tarde, tarde..."
Llora la morocha.
En Auschwitz le han venteado a su compañero.
...
"A la gerencia", me zamarrea Parlutti.
"Gracias", se vuelven júbilo ellas, mis alientos con significado, palabritas. Parlutti no entiende: "¿gracias?", no le cuaja. Se da cuenta de que Marisa Córdoba nos sigue y el piso va haciendo crack a medida que caminamos; él lo oye, "pero ¿qué pasa aquí?". "Tenés las horas contadas" se acomodan por fin las sílabas, ya frente a la puerta de la gerencia. "Pase, Marisa", digo; acaparo el picaporte, abro la hoja, le cedo la delantera; Marisa ocupa el espacio y lo hiende, jurado con su dictamen. "Decime qué está pasando aquí", Parlutti se aferra a mi antebrazo. Pero no soy su salvavidas, y en lo sucesivo, ni siquiera su chaleco antibalas. Me desengancho. "Preocupate, desgraciado", "¿Por qué? ¿de qué?". "Pasá, que rápido, rapidito nomás te vas a desayunar". Y voceo la última reverencia: "adelante, señor Parlutti" para que entre. Para que enseguida sea ya.
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