Jueves, 12 de febrero de 2009 | Hoy
Por Mario Alberto Perone
Es curioso (para mí): nunca me abandona esta sensación que tengo de andar siempre buscando lo que ya encontré. Por supuesto, nunca me entero del objetivo de la búsqueda, lo que me sumerge en un doble vacío, cuya naturaleza también desconozco por completo. Quizás sea el vacío primigenio, sumado al vacío futuro, entre los cuales la existencia hace como si sucediera de verdad.
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Ayer, todos en la mesa del café estábamos de acuerdo en todo. No hubo ni una sola discusión. Gilberto estuvo sus quince minutos, tomó su café, se levantó, se puso la gorra, tomó su bastón y se fue, no olvidando su "¡sean felices!", ignorando nosotros si partió de su propia felicidad o todo lo contrario. Rodolfo masticó su bizcocho tucumano separando sus capas cuidadosamente como si en ello le fuera la vida, leyó algunos titulares de los diarios (confesó que se había adherido a Internet después de haber vilipendiado ese instrumento largamente) y dijo que lee los diarios allí, agrandando el tamaño de las letras hasta las posibilidades de su menguada visión. No debe de haber hallado nada en los demás que merezca su descalificación, tarea fácil para él si las hay. Nunca sabremos qué nos hemos perdido a partir de su inexplicable y pacífico estar ahí. Omar, fiel a su largo oficio de actor y director de teatro, hizo varias entradas y varios mutis por el foro, que en resumen, de eso se trata el teatro: de entrar y salir cuando sea necesario y sin necesidad también. Rubén se puso de costado, y trabó conversación con un conocido (de él), de modo que ese incauto nos salvó de sus peroratas interminables, pero nunca insípidas y sin fundamentos. No hubo visitas invasivas, nadie se arrimó a nosotros por motivo alguno, lo que puede tomarse como cierto respeto por nuestra tranquilidad, o quizás no sea más que el hecho de que no importamos a casi nadie, exceptuando por cierto a algunos parientes cercanos, siempre bien recibidos. Y yo mismo, que suelo aprovechar los incidentes (siempre verbales hasta ahora) que allí se generan como temas a tratar en estos textos, estuve toda la mañana esperando algo sustancioso para desarrollar, pero me fui con las alforjas vacías y mi cuaderno en blanco, a la espera de un nuevo encuentro en el que nos enriquezcamos en lugar de devaluarnos un poco más de lo que estamos.
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Una fotografía sólo es el cadáver de un instante. El sujeto apresado en una cartulina, nos deja una imagen que ya es de otro, que ya no está allí, que ni siquiera sabe que la foto no es suya ni que él mismo siempre es otro, y todo esto sucederá con cualquier fotografía, por más alta que haya sido la velocidad del obturador.
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Los niñitos de los cartoneros que acompañan a sus padres todas las tardes aprendiendo de ellos el difícil arte de sobrevivir con casi nada, revuelven los contenedores con la misma fruición con que los niñitos de la clase media revuelven las jugueterías. Pero si uno mira con atención, verá que la fruición no es la misma: los primeros lo hacen por su hambre permanente. Los segundos por su permanente saciedad.
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No es fácil sobrevivir a todos aquellos que de un modo u otro han compartido la propia vida, y que han ido abandonando las suyas, uno a uno, y es casi como si nunca hubieran existido. Amigos, amores, compañeros, transformados inexorablemente en recuerdos livianos, en historias interrumpidas, en ausencias que duelen. Esta es una de las formas de la soledad. Contrariando al poeta, no son los muertos los que se quedan solos, sino los vivos, sólo acompañados por la declinante capacidad de recordarlos.
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Los ricos tienen muchos hijos. Los pobres también. Eso es lo único que tienen en común.
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Un molesto de los que tanto abundan me pregunta: "¿Te asusta la idea de la muerte?" Yo le contesto: "¡No, estúpido, lo que me asusta no es la idea de la muerte sino mi muerte!"
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¡Alegrémonos, hermanos latinoamericanos! ¡Nos han elegido un nuevo Presidente!
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