Viernes, 20 de febrero de 2009 | Hoy
Por Bea Suárez
Una amiga bióloga me cuenta que la madre a los hijos les pasa, da, transmite, información genética (ADN) en sus mitocondrias, es más, entendí que las mismas mitocondrias de los hijos (ese interior celular) son tal cual las de la madre.
La genética descubrió esto y a tal punto es así que si hay dudas sobre la maternidad de un hijo, las investigaciones dan resultados al 100 % dado que se basan en que esas mitocondrias maternas son las mitocondrias que circulan en todas las células que componen al hijo. Madre e hijo poseen este elemento en común.
El padre también cede material genético a sus hijos, pero no es como el caso de la madre; me pareció entender (en la hermosa y amada explicación de ésta bióloga) que un hijo porta algo de la madre, que en ellos viven y perviven las mitocondrias que otrora fueran de una abuela, que a su vez de una bisabuela y así hasta llegar quien sabe adonde.
Me explicó que no por esto es más segura la madre que el padre. No. Simplemente que la primera pone un material palpable, conseguible; un poco de su cuerpo, de sus células, esas mini partículas de las que, incluso, ella misma está hecha.
Empecé a mirar distinto a mis sobrinos. Pensé en mi hermana que se ha ido hace ya cinco años, a remontar la corriente hacia el silencio. Pensé además en todos los hijos que, entonces (según esta teoría) poseerían algo de la madre tal cual, tal cual padeció y disfrutó la vida.
Sospeché que algo eternamente tengo de mi abuela Tata, y que mi hija le pasará a sus hijos mitocondrias de las mujeres Arduino que vinieron de Italia hace cuatro generaciones, que mi sobrina exhibe el cimbronazo de la madre, las matrices de Laura, cuando toca la guitarra (pues encima en las mitocondrias, dice mi bióloga, que está la energía). Entonces ella toca o estudia matemática propulsada por las patas de alambre de mi hermana, que estuvieron hechas de mitocondrias encendidas, legadas a sus polvorosos hijos.
Amo la célula desde que me fue anoticiada esta parte de la biología. Me meto en su lógica y pienso algo eterno entre la efímera vida de los rosarinos. Las mitocondrias son gargantas para extintos, en ellas algo impalpable viaja para aliviar duelos.
Mi propio reverso pasará a mis nietos, algo mío que no recibirá sepultura.
Miro tocar el violín a mi sobrino e imagino un torbellino de mitocondrias de ella propulsando notas Do, tal cual las da la vida.
Es una olimpíada de paz la que me vino, quedé perpleja ante la explicación y salí de una desolación lastimosa que tengo después de algunas muertes cercanas.
Digo, si las mitocondrias de mi hermana Pepe están tal cual en Vicente y Elena, entonces la misma Pepe está cada vez que los veo.
Y así con cada hijo que perdió a su madre. Pensé en escribir para invitar a salir del tacho de tristeza, que si el ahogo de la ausencia no se soporta están las mitocondrias para darnos oxígeno.
Sólo que hay que saber mirarlas y leerlas entre los que quedamos.
Que por la sangre y por la tierra corre lo eterno. Y que eso eterno tiene para la ciencia una responsabilidad en la poesía.
Hoy salí a mirar mitocondrias en los deudos. En los cachorros, los pendejos por ahí, los guachos tempranos, la miseria.
Y por un rato fui feliz.
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