CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
"Ese sentimiento que va más allá/ de toda frontera entre cielo y mar./ Ese sentimiento lleno de calor,/ que todo lo puede, que vence al dolor./ Ese sentimiento que suele reponer /un temblor de dicha en todo mi ser. Ese que llevamos en el corazón /ese sentimiento que se llama amor."
Primavera en Nueva York, Martirio
Temblores de Martirio. Cuando el señor López viene a casa, siempre me encuentra escuchando a Martirio. Hago rodar las canciones una y otra vez para que las melodías encuentren el origen del silencio. Ese sentimiento que va más allá de toda frontera, es posible cuando llega el señor López, que todo lo puede; cuando busca con una mano y acierta con la otra. Cuando lo retengo de pie y veo transformarse la negra magia de las pupilas en colores que rutilan vaporosos. En el preciso momento en que se pone de rodillas ante el surco sembrado de briznas, perlado de rocío, Martirio proclama que ese sentimiento, lleno de calor, suele reponer un temblor de dicha en todo mi ser.
El brillo de la vida. No es el espectáculo de su cuerpo firme y el equilibrado sabor, lo que me llama la atención al hacerlo girar sobre mi copa, sino la fina originalidad de su imprudencia. Su escasa comprensión de lo que sucede. La despreocupación porque su nombre vaya de boca en boca. Él señor López, deslumbrado, se derrama generosamente sobre mis labios. Pide permiso para tomar mi vida entre sus manos. Con los dedos frota mi vida para sacarle brillo. Cómo le gusta el brillo a mi vida. Paso horas lustrándola. Enormes lampazos de resplandores froto sobre el topacio incandescente. "¿Me das tu vida?" pregunta el señor López, clásico, 2005, con la voz mal asegurada. Y sin dejar de mirar un punto fijo que nunca estuvo allí, digo que no puedo robarme a mí misma, que la tome él, por la fuerza, y listo.
Ampolla y venablo. "Todo lo que hay aquí es mío", dice el señor López relamiéndose el hocico. Y a la segunda copa de su beso estoy dispuesta a dejarme caer en el lugar común del sentimiento. Martirio sigue susurrando la palabra prohibida y se lo permito. Y le creo. Cuando Martirio dice amor, es amor. A eso me aferro como un oportuno pasamano.
El se alegra de entrar en cuatro patas en mi casa. Se alegra de subir, subir por una escalera larguísima . Yo huelo su dicha como huelo el mordaz perfume de taninos. Firme como una ampolla ante el venablo, veo en sus ojos la mirada interna del héroe redondo, morado, frutal, que da vueltas en mi cabeza. Ese sentimiento que va más allá de toda frontera, que repone temblores, está en este lado del mundo y no en otro.
Latidos de lobo. El otro mundo, tan grande, no vale tanto para mí porque está fijo en un mismo tedio, no va más allá de toda frontera. Como una reina ciega que conoce palmo a palmo cada rincón de la casa, me arrodillo y lo busco con los ojos cerrados. El me acerca el cachorro de lobo al oído y lo siento latir. No es aconsejable oír los latidos de un lobo. Se abre el delgado nexo entre lo deseado y lo prohibido. Una tela de fulgurante gloria me cubre el rostro tras el desborde. Habiendo perdido la inocencia, salimos a buscar la culpa y buscando la culpa hallamos otra vez la inocencia. Como dos adolescentes malditos que se rebelan ante una vejez anticipada, hacemos desbordar los nacarados coágulos de dicha que nos calan los huesos. La agonía puede matar o puede reparar la vida.
El suicidio de los amantes. Por más que el señor López frote una y otra vez la piedra preciosa de mi vida, no la podrá gastar. Al ritmo de Martirio, el señor López va penetrando por todos mis caminos.
"No debemos callar lo que no sabemos, señor López", digo cuando llega el momento de decir algo. Cuando quedo desmembrada ante las tremendas libaciones que hace en mi jardín de lirios, en las orugas de mis senos. A esa altura de la ebriedad, es imposible ignorar el suicidio de los amantes. Cómo mueren una y otra vez antes de volver a estar vivos, insignificantes. Imposible no permanecer alejados del mundo que siempre está bien en otra parte.
El señor López, dueño de mi cuerpo y de mis pensamientos dice "todo aquí es mío". Y yo lo dejo mentir porque esa es la única verdad en la que creo. Martirio se lleva el último gesto de mi alma, el último hilo de cordura con el que me doy cuenta de que si en casa no hubiera espejos, no sabría que el señor López es también un hombre, además de un vino. Pero saberlo, ya no hace falta.
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