Lunes, 16 de enero de 2006 | Hoy
Por Sonia Catela
Intacta a los veinticuatro, en ese estado ciertamente temible: virgen. Conservarme cerrada a esta edad será por el miedo original, será por candidatos carecientes de atractivo o estrategia, pero no será por ejercicio de libertad; no pasa de un renegado azar que me planta el deseo en la cadera, y de la pelvis no baja. Gotea de la cabeza, llega al pubis, lo toca, se congela.
Horacio enciende su cigarrillo, me acusa de racionalizarlo todo. Sorbe vino con una pajita, se echa atrás el sombrero. Usa un sombrero de la segunda guerra, como Bogart. Horacio se enteró por casualidad de mi vergüenza y no la divulga abiertamente; ¿tacto?... pero sus burlas no cesan. Se ríe groseramente y abusa de poéticas designaciones: Tulipán cerrado, Rosa sin Fango, Almeja Calcificada, "Picke virginal", y con ellas me llama a bocaza abierta en la facultad, arrojando la piedra y escondiendo la mano. Su cara enigmática despista a mis compañeros, quienes no atinan a determinar a qué rumbo obedecen tales calificaciones.
Creo que sería capaz de acostarme con alguien sólo para engañar a Horacio y que él siguiera intentando seducir a una virgen apócrifa.
No, no sería capaz.
-Vamos al cine esta noche.
-¿Con vos?
Arrastra su sobretodo largo, de gángster, se cala ese sombrero antiguo, burlándose de sí y profesando fe hacia el sexo, y cautivado por la lascivia, de tanto machacar e intentar enderezarme hacia tales pagos, se enteró de mi circunstancia. No puedo, soy virgen, dije, con el tono de quien se confiesa cóncavo cuando se debiera ser convexo.
Con su cara de rufián Horacio salivó: "intacta ¿y qué? No te hagas la Juana de Arco en la hoguera" y saliva, desconfiando. Avanza sus manos. "No te creo" prosigue. -No me importa que no me creas. ¿Qué querés con esa mano? -Tocar para convencerme.
Hombre de poca fe.
Detengo la investigadora palma de Horacio, incrustándola sobre el platito de mermelada del bar. Pero en lugar de lavarse los dedos, se los chupa durante toda la clase de Análisis Matemático. Provoca curiosidades que cabecea hacia mi banco con un "ella sabe".
-¿Venís o no venís al cine?
-¿Para que me arrincones en algún zaguán oscuro?
-Ésa es la idea.
-Dejame, que me enredo con esta integral.
Mi tema pesa. Cargo la consternación de Marcos, abochornado por el fardo de desflorar a una virgen vieja; de Gabriel parpadeando la boca y con amnesias sucesivas en lo atinente a mi número telefónico; les inquieta el fardo de quedar enganchados a esa significación que podría ponerle a mi primera vez, a eventuales compromisos o consecuencias. Y antes que colocarme en la tentación, desaparecen. Desilusión mutua.
-Más que metafísica o moral, para mí es una cuestión médica. Por la sangre que se derrama- le digo a Horacio en la tarde en que lo inicio en el descubrimiento de mi existencial. Horacio se arremanga el sobretodo y deja ver las largas venas de sus brazos encima de una piel desteñida que podría confundirse con blancura. –Sangre-, y serio, pero con mueca de muñeco ventrílocuo saca una navaja y se rasga al bies, peligrosamente cerca de las ramificaciones arteriales: -No duele-. Como si yo fuera una niña. -A mí no me vas a poner a prueba- argumento. Echa hacia atrás su sombrero: -renuncio a precipitarte en las garras del mal. Quedate calma, sola, virgen y patética-. Me lapida. Lleva sistemáticamente las uñas sucias, al punto que sólo se conseguiría tanta mugre de enterrarlas en una maceta.
-No me acostaré con alguien con esas uñas.
-No te gastes; es grasa de mi moto y no la cambio por ningún cóctel de estrógenos.
Está orgulloso de su moto con sidecar, una basura que se descompone sin treguas.
-Ah, y si no vas al cine, la invito a Liliana -, aclara.
-¿Liliana?
Evalúo su repentino desinterés como una táctica. Horacio percibe el efecto que produce sobre mí. Pero desconoce el gendarme que hace funcionar su silbato en mi interior y no cuando él despliega su seducción sino cuando su seducción revoluciona mis hormonas y conquista mis bajíos.
-Bueno, ganaste. Te acompaño.
-A las siete, en el Radar-.
A Horacio lo atraen las últimas filas de asientos, tan propicias para una sesión de caricias simultánea al desarrollo del filme. Aduce un defecto visual que le impide aproximarse a la pantalla para justificar el que siempre acabemos en esa área de gemidos, ayes, brazos en alto, gente que se va cayendo de su butaca, estrujones cerrados y una temperatura corporal que se podría medir tocando el aire con el dedo como cuando se prueba la de la plancha. En tanto, él, fundido en hierro. En un momento de debilidad se lo confieso: -de ser con alguien, me gustaría hacerlo con vos-. Plano abstracto de hipótesis.
-¿Hacer qué?- me sopla un pororó en la cara.
Tiene esa costumbre. Soplarme pororós en la cara.
-Es la pérdida de virginidad más conversada que conozco- se burla mientras alrededor el cine arde.
?Qué tanto te interesa acostarte conmigo.
-Tus... -y hace una seña sobre el pecho.
Pero en mi fondo subyace la culpa, Horacio. El sentido de culpa, el pecado venial y mortal, el original, la caída del género humano, la inauguración de la muerte y el dolor, la condena a parir con sufrimiento vertida sobre las hembras, la caducidad de toda carne; y aunque se abandonen creencias y religiones, ellas quedan impresas como el negativo de una foto. -Tremendo- puntea Horacio y me sopla otro pororó en la cara.
-Acabala con eso.
-¿Y si vemos la película?
-¿Sabés lo que vale un himen, Horacio?
-No.
-El perdón del gobernador a un hermano que será fusilado, la redención de una ciudad, vale un reino, una santificación, vale el derecho a usar velo blanco en la ceremonia de boda, vale un lugar en los altares.
-De acuerdo. ¿Te parece bien mi departamento?
Y así de simple... fui.
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