Domingo, 12 de abril de 2009 | Hoy
Por Gloria Lenardón
Es una copia en chico, pero el jardín está, tan concreto como el edificio del que forma parte, si uno levanta la vista choca con él, las plantas están codo a codo. Basta mirarlo para pensar inmediatamente en los edificios de la barranca, esos que trepan unos cuántos metros más arriba para divisar el río y ser divisados desde lejos, algunos trepan tan alto que prenden luces rojas para que no los choquen los aviones; este edificio se les parece. Es una versión reducida pero como el hormigón pintado está, el aluminio que parece acero está, el vidrio que reemplaza a la pared está, están también las plantas y las piedras decorativas del ingreso, los que fueron a vivir ahí pusieron silbando las macetas, todas las que pudieron en ese balcón conquistado centímetro a centímetro.
Como desde abajo las plantas se ven verdes, inalcanzables, como el edificio trata de abrirse paso hacia lo alto (lejos del vozarrón del vecino "en esta calle Tucumán que fue demolida mil veces, ahora este edificio alto, y no nos salta encima como el muñeco de la caja: muchos disparan el edificio de la casa antigua, a éste lo pusieron directamente sobre los escombros viejos, es nuevo desde el vamos"), salen al aire a inflarse los pulmones, a vivir la emoción de la altura: "¡Es fantástico!".
Los rosarinos de los edificios de mediana altura cuelgan sus jardines donde alcanzan, más arriba o más abajo, haciendo cálculos, cada helecho se desarrolla midiendo a sus vecinos, algunos cuentan con poco oxígeno, otros hinchan sus hojitas resaltándolas cuando consiguen llegar a un balcón no tan estrecho.
Tantos balcones y en el resto ninguna flor. Solamente éstas del piso número nueve (también está la rosa china solitaria de la calle Corrientes que aprendió a resistir en su maceta). Nadie respondió al timbre del departamento de la calle Tucumán, esa mañana el jardín florecía mortificándose en el aire del centro atestado de autos y colectivos. Le expliqué al encargado que lo había intentado un par de veces pero que no había dado con la gente del balcón, él me dijo que iba a ser difícil, cada mañana salen todos disparando, y que de verdad el balcón era llamativo, que lo habían arreglado así apenas lo habían ocupado.
El jardín es parecido a éste pero sin cañas, dijo el encargado, y echó una ojeada a los arbustos redondos y esponjosos como tortas de confitería del ingreso, unas piedras grandes y pulidas los separaban de las cañas del fondo.
El hijo del encargado también se metió en la conversación, habló de plantas, de ornamentación, en un momento dijo que estudiaba arquitectura, después de este laburo voy a la facu, y siguió: por ese balcón pasó Hundertwasser, bueno, también pasó por aquí, en realidad lo digo porque Hundertwasser era un fanático del árbol, del árbol que da sombra y fruta, según él no sólo hay que meter árboles de ese tipo en los balcones sino también en los techos.
Dijo también que armaba casas con techos que se inclinaban mucho y muy suavemente hasta tocar el piso, que eran verdaderas rampas para caminar admirando jardines vieneses, "ja, con mis ahorros ya puedo irme a vivir a la que tenga el jardín con más variedad...pero también metía plantas y flores en los techos de edificios más económicos".
Le puedo asegurar que aquí con las plantas del ingreso no economizan, cuando algo se tiene que ver se ve, dijo el encargado, "con el balcón va a ver seguidores".
De pronto entró una mujer con el pelo dorado desflecado quitándose los anteojos oscuros, el encargado me dio con el codo, me dijo disimuladamente que la mujer vivía ahí. Me acerqué y un poco atropelladamente le pregunté por el balcón. Salimos a la calle. Arriba los arbolitos brillaban queriendo crecer más, ir más arriba. Miré a la mujer que levantaba la cabeza con una mirada profundamente satisfecha, las ramitas se tendían radiantes hacia la luz que las encandilaba. "Venga en otro momento, ahora no puedo atenderla, no tengo un minuto, de verdad mi jardín es un espectáculo", dijo y salió disparando acomodándose los pelos dorados.
Entré a despedirme. Lo que no alcancé a decir de Hundertwasser, dijo el hijo del encargado, es que había dado una fórmula para que los jardines se disfrutaran, decía que lo primero que había que hacer era aspirar todo el perfume y ablandarse, y estar ahí, despatarrarse adentro y disfrutar, cortó una ramita del árbol esponjoso y se la llevó a la boca: "¡Hay que disfrutar del verde!", la ramita esponjosa le colgaba un poco, tenía el color de un confite, cortó otra para mí. "Anímese. Pruébela", después se esfumó, al segundo escuché el golpecito seco de la puertita del costado que se cerraba.
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