Lun 13.04.2009
rosario

CONTRATAPA

Volver a lo oscuro

› Por Sonia Catela

Tómese un cuerpo y hállese en él una herramienta de producción (Marcuse), o un habitáculo donde los dioses dejaron su esperma con cargo de obediencia perpetua; hállese en ese cuerpo un botín que disputa el Estado, el que podrá movilizarlo bélicamente (o desmovilizarlo) y lo constreñirá a reproducirse según lo determinen los códigos penales que instrumente; véase ese cuerpo depositario de imperativos de musculatura, peso y firmeza, subordinado a ejercicios, masajes, o cirugías que quiten arrugas y agreguen tejidos. Hállese en ese cuerpo el trofeo ideal (como lo fue para Fernando de Nápoles, quien decoraba habitaciones con los cadáveres embalsamados de sus enemigos). Pero, paradoja, si la sociedad es una construcción del pensamiento, y el cuerpo, a su vez, una arquitectura simbólica comunitaria, se vuelve incierto quién le da realidad a quién. Y cómo.

DH Lawrence otea en el mexicano un cuerpo oscuro, arcaico: el de la voluntad colectiva de insecto. El que actúa como una bandada de pájaros que vuela con una sola conciencia.

Pero Saer, en El entenado, gira las agujas: el cuerpo nativo carga, dentro, al mundo, y aguanta las cosas atajándolas en su desbandada y preservando su constancia improbable. El moreno y desnudo cuerpo de los colastiné.

Primordialmente oscuros, los cuerpos indígenas no engendraron valoración positiva o negativa en el escrutinio de este ficcional Entenado ni en el de paralelos observadores reales. Éstos miran, pero todavía no clasifican. En 1534, el alemán Ulrico Schdmidl decía de las mujeres surucusis que eran muy lindas, y respecto de distintas hembras de las etnias aborígenes repetía "lindas". Pero más avanzada la colonización española el elemento oscuro servirá para estructurar una sociedad jerárquica cuidadosamente estratificada. Obsesionados por la clasificación de pieles, los españoles exigirán la pureza de sangre para el ejercicio de las profesiones y el acceso a la carrera militar. Deberá probarse que se desciende de personas blancas.

En nuestro ordenamiento cultural, lo oscuro ocupa el lugar del desvío.

La "prócer" María de los Santos Sánchez de Velasco y Trillo (Mariquita Sánchez de Thompson) desnuda su repulsión cuando compara las fuerzas militares nativas con las inglesas: "Nuestra gente de campo no es linda, es fuerte y robusta pero negra. Sucios. Unos con chaqueta, otros sin ella. Todo lo más miserable y feo. ...Por la Plaza entraba el regimiento 71 Escocés, las más lindas tropas que se podían ver. Ese uniforme, sobre la más bella juventud, sobre caras de nieve, ... qué contraste tan grande!". La secuencia blanco/limpio/hermoso, se opone a su antítesis, oscuro, que se esposa a sucio y feo. Se ratifica la misma ponderación en la mirada que coloca un extranjero, Alejandro Gillespie, uno de los invasores del ejército inglés:

"Sus mujeres son bastante bien por la cara y su porte, pero no sabría decir hasta cuánto su color fuese el de la rosa o del lirio; su tez es oscura y muy a menudo les faltan los dientes, o no son éstos precisamente blancos".

La polarización de valores cobra ampliaciones arriesgadas: "Se reputará decente toda persona blanca que se presente vestida de fraque o levita", según definición del denominado Decreto de los Honores que elucubró Moreno y signaron los vocales de la Junta. Desde una membrana corporal, la piel, se inviste a la persona de decencia, atributo del orden moral.

Esta versión ficcional de la realidad atraviesa aún hoy, los discursos económicos, políticos e históricos: la Argentina es el país más europeo de América Latina, es decir, el más blanco, y de esa peculiaridad se proyecta alguna ventaja intangible que inexorablemente producirá mejores posibilidades de futuro. En una bisagra de reflejos internos e internacionales, un científico, el premio Nobel Paul Samuelson, se refiere a las excelentes perspectivas de desarrollo atribuibles a la Argentina. Dice: "Por un accidente histórico, su población actual constituye la más homogénea progenie de las naciones de Europa Occidental".

Si la cultura es el mapa que orienta el comportamiento de los individuos, el Entenado de Saer se metamorfosea voluntariamente en renegado. Rechaza analizar a los indios según el patrón que los califica como salvajes. Dentro del juego saeriano, él aparece como el único y gran transgresor: es extranjero, pero coloca el centro en los otros, en los indios. Son los inocentes, pese a la comprobación de su puntual entrega a hábitos rutinarios que, finalmente, desembocan en un fatal clímax de angustia: la orgía caníbal. ¿Alguien querría participar en una orgía de Hyeronimus Bosch? ¿Quién se sumaría a la de los colastiné, al frenesí que impide el goce, y donde el placer es simultáneo a la culpa? Es la orgía en dimensión de pesadilla, en cuyo desarrollo se está atento a los rumores que envía un impreciso desastre original. Se devora carne humana para olvidar que en un pasado terrible se comió la de la gente del propio grupo de pertenencia. Se come carne humana de otros, pero lo que se desea es comerse a una/o mismo.

Se construye otra Utopía: la de una sociedad sin clases ni estructuras de poder; no se sufren a guerreros, sacerdotes, jefes, caciques, aristrócratas. Esencialmente, la colastiné es la conciencia de lo humano. Son los verdaderos hombres. Los españoles se vuelven, en cambio, envoltorios vacíos, una muchedumbre de vestidos deslavados, rellenos de paja, formas sin sustancia.

Y dado que los colastiné poseen el color del barro de la costa, el Entenado conjetura haber vivido durante diez años, sin darse cuenta, en la vecindad del paraíso; en la carne de esos indios hay todavía vestigios del barro primero, lo que los hace, sin duda, la descendencia de Adán.

Ese extranjero desmiente los sistemas institucionales de representación: el orden social es puesto bajo sospecha, se vuelve simulacro, no existencia. Macri y colaterales deberían leer este libro. Aunque no lo entiendan.

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