Mar 14.04.2009
rosario

CONTRATAPA

Fragmentarios 83

› Por Mario Alberto Perone

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¡Cómo! ¿Comer no es un derecho humano? En caso de que así fuese, ¿no debería el Defensor Oficial del Pueblo mandar a juicio a todos los responsables de mantener el estómago vacío de más de cuatro millones de hambrientos ciudadanos argentinos?

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Estoy llegando. Siempre estoy llegando a alguna parte, aunque no me mueva de mi casa. También estoy volviendo siempre, y es una bendición que aún recuerde la ubicación de mi pequeño lugar en el mundo, donde me siento a salvo de los sucesos dramáticos que nos asustan cada día más, aunque sepa que también en mi casa, los peligros están aguardando su oportunidad. Ignoro adónde iré cuando salga. La ciudad dispone mi rumbo y también mis rutinas. Pero en cambio, conozco mi camino de retorno, y hasta me doy el lujo de variarlo alterando unas pocas (no muchas) cuadras, lo que me hace sentir como un viejo ôboy scoutömás bien

patético. Esta no es una situación exclusiva. Con cada recorrido, todos estamos llegando a la que será nuestra última curva. Pero veo que muchos no lo saben. O quizás, no quieran saberlo.

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Apenas separados por la vidriera del café, él afuera y yo adentro, el hombre no puede lucir más enfermo y sucio. Ocupa una mesa de la vereda, se sienta sobre el borde de una silla, como si supiera que él no encaja en este lugar, y hace señas a las mozas. La agente de seguridad trata de echarlo de ahí, pero él resiste, hasta que le traen un vaso de plástico lleno de café. Lo toma de a sorbitos, como si quisiera hacerlo durar mucho tiempo. Luego, siempre por señas, pide otro y lo consigue. Se tira de la camiseta agujereada que lleva los colores de toda la miseria del mundo, y la estira y la sostiene con el puño cerrado y la golpea

contra su corazón. Y entonces pienso y trato de comprender cuál de los dos tiene el mayor grado de locura, si él, que la expresa con todo su cuerpo, o yo que, a duras penas, contengo y disimulo la mía.

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¿No es el capitalismo global una gigantesca serpiente que se devora a sí misma, y cuya bocaza comienza por tragarse la propia cola?

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Tengo un problema con la caridad. Pienso que cuando hay demasiada caridad, es porque no hay justicia. Deduzco que todos debemos comprender esto, y luchar para cambiarlo. Pero la miseria ajena se nos coloca directamente bajo nuestras narices, en la calle y en el café. Y aparece la disyuntiva: ¿a quién le doy? ¿a todos? ¿a los niños? ¿a las mujeres de doce años con un bebé en brazos y otro en su pequeño vientre? ¿Los elijo? ¿con qué elemento comparativo? ¿Y si no les doy nada pensando que unos centavos no modificarán demasiado sus vidas, tan valiosas

como creemos que son las nuestras? Este problema me abruma a diario, en mi rutinario viaje hacia el café. Dándole vueltas al asunto, llegué a una conclusión: concentro la pequeña suma que siempre llevo para la limosna y se la doy a un joven sin piernas o con piernas atrofiadas, que se sienta en el suelo sobre su torso, frente a un negocio de golosinas. Al principio pareció funcionar, pero poco a poco, vi que el joven sin piernas me aguardaba ansioso, festejando la aparición de un tipo dadivoso que, diariamente, le dejaba una suma inusual, quizás nunca recibida así. Pero también vi que los mendicantes que todos los días ingresan al café y reciben un lacónico ônoö de mi parte o un

movimiento negativo de mi cabeza, me miraban con odio, como si los estuviera defraudando. Esta es la situación actual, que me resuelve un problema a mí, pero no a ellos. Sin embargo, sigue inmóvil en el fondo de mí mismo, el convencimiento de que soy un miserable más de entre tantos que abundan por aquí.

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¿Nunca se te ocurrió hacer un listado con las que podrían ser tus últimas palabras, suponiendo, claro está, que en ese momento estés en condiciones de recordar las mejores, y además, decirlas con claridad? Yo sí estoy haciendo ese listado, y he logrado redactar algunas muy ingeniosas, con las que pienso editar un pequeño manual con precio muy accesible, donde cada uno podrá encontrar las que mejor cuadren según haya sido el decurso de su vida y las condiciones finales en su despedida. Confío en hacer algún dinero con mi obra, y a los que me pregunten cuáles elegiría yo, les contestaría que ninguna, puesto

que estoy seguro de ser inmortal. Bueno, casi seguro.

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Año 1945. San Justo, Pcia. de Santa Fe. El adolescente tenía 16 años. Era sobresaliente en todo. A mitad del año escolar cayó brutalmente enfermo, y de golpe se quedó sin escuela, sin amigos, sin compañeros, y fue trasladado a la "Casa de Reposo Las Flores", en Guadalupe, Santa Fe. Solo, mirando el techo, casi inmóvil, estuvo seis meses allí. De vez en cuando, viajaba a verlo su padre. Su madre nunca lo hizo. Quizás era muy fuerte para ella, muy sensible a esas cosas y cuya salud no fue todo lo sólida que la situación requería. A ella también se le quebró el mundo, como a su hijo, y no viviría mucho: murió a los cincuenta años. En la Casa de Reposo, nombre que se daba a las instituciones que recibían tuberculosos para que se curaran casi por su cuenta, puesto que no

había nada realmente efectivo salvo las vitaminas y el calcio y el estar inmóviles todo el tiempo que fuera necesario, el adolescente que al principio estaba solo en esa habitación enorme vio que traían un hombre de campo, alto, corpulento, que tosía y escupía sangre. Poco pudieron hablar los dos internados.

El hombre murió delante del adolescente despidiendo sus propios pulmones. Volvió a la soledad, interrumpida por el horror verdadero, que nunca había siquiera imaginado. Tiempo después, internaron una jovencita bellísima, casi transparente por su enfermedad. Su habitación estaba pared por medio. Una noche, creo que estando cercana la navidad, y en el silencio de la noche, unos pequeños pies descalzos se acercaron a la cama del adolescente y la jovencita lo besó tiernamente en los labios y volvió a su cama. Sorprendido y maravillado a la vez, de algún lado sacó fuerzas para levantarse, entrar a la otra habitación, ver brillar aquellos ojos perfectos en la penumbra, como si lo estuvieran

esperando, la besó tiernamente y volvió a su cama. Al día siguiente, la

jovencita había sido trasladada a otro sanatorio. El nunca supo quién era, cómo se llamaba, por qué se la llevaron tan rápido. Pero la imagen de su carita aún sigue intacta en su memoria, aunque hayan pasado muchos años. Según dijo en la mesa del café, ese fue el primer amor de su vida, que llegó en medio del infortunio y le dejó, a pesar de su brevedad, una huella tan profunda que, a partir de ese momento luminoso, comprendió que la vida puede ser bella y digna de ser vivida hasta el último aliento.

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Algunas cosas que quedarán pendientes: cambiar las cortinas de las dos ventanas, limpiar el polvo acumulado sobre los estantes altos, barnizar algunos muebles viejos y descascarados, comprar un espejo para el dormitorio, regar las tres plantas, completar la lectura de unos cuantos libros, comenzados por ansiedad y abandonados por pereza, devolver algunos a sus legítimos propietarios, pedir que me sean devueltos los que he prestado, aunque ya ni recuerde sus títulos y autores ni quiénes los tienen, ordenar el placard separando la ropa de invierno de la de verano, descongelar el freezer, hacer afilar la tijera de recortar el

bigote, afeitarme toda la cabeza, incluyendo bigote, barba y los pocos pelos que se resisten a caer, escribir dos o tres sonetos más, viajar a San Justo, mi pueblo, por última vez.

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