Lunes, 8 de junio de 2009 | Hoy
Por Sonia Catela
Al lado de la puerta de entrada, el mensaje: su bolso, una caja y, atados a ella con los cordones, sus borceguíes. "¿Cuándo?", que ponga plazo.
Apenas si un mes goteó sus días desde que David decidiera mudarse a mi departamento, y ya desocupa el lado que eligió en mi cama.
Es que cambió el color del mar. Revuelto, se oscurece con ese matiz café, castigo del invierno que camina hacia aquí sin desvíos para vaciar el pueblo de hombres; ya le colocó la alarma al reloj despertador con el que marca las partidas. "Me voy el miércoles", precisa David y me da la espalda.
Desalojo en cuarenta y ocho horas.
Y aunque esta isla los haya parido, los varones se marchan al continente, a vivir con su familia de temporada, la que dura desde abril a diciembre, para luego dejarse empujar de vuelta, atados a la cola de los peces. Un par de décadas atrás, nada se sabía de esas familias paralelas. Pero a partir de los sucesos de Vera Ponce y Raúl Lucero, cada cual se ocupa de darlo a entender por señas, un lenguaje de mudos donde nadie escucha lo que nadie dice, pero todos comprenden: la existencia de hijos dobles, de esposas también duplicadas. "¿Tenés prole allá, David?" , "Ni hijos, mujer o concubina", "¿Qué te obliga a partir, entonces?", "Lo sabés: ganarme la vida".
Desando la playa, museo donde se exponen los esqueletos del verano: corchos de sidra, tubos vacíos de protector solar, una tarjeta de la maratón acuática en la que David se clasificó cuarto, latas de gaseosas, "Quedate. Este verano quedate" había dicho yo, creyendo que no volvería a repetirlo. "Si partís, los tendrás el año que viene, mujer, hijo", agrego. El segrega un silencio molesto, pegajoso; quiere enroscarse, pegarle el tarascón a este momento hasta desatarlo en hemorragia, que se desangre y desaparezca yéndose, orgasmo, o agonía.
Desmonta su pierna de la mía. Da la espalda. Ronca como un contrabajo.
El de Vera y Raúl, vaya enamoramiento. Un fogonazo en cuanto él se instaló en la pensión contigua. Raúl, reflujo inmigratorio del continente a La Caleta. "Provengo de esta tierra. Quiero conocerla", explicó con sencillez a su amante.
Los bártulos de los Gómez ya se amontonan tras el vallado que da a la costa. También los de los Peñaloza. Y David se embarca pasado mañana, pasado mañana.
Ellos nos dejan velas y retratos, la obligación de que les armemos nuestra capillita donde arrodillarnos a diario, una fotografía, la remera de tripulantes del barco en el que sirven; si lo tienen, un trofeo, alguna pieza cobrada en jornada memorable en estos noventa días en que los laureamos, lamemos, ungimos. Pasado mañana.
No puedo hallar en la playa un solo objeto que me devuelva algo material, vivo, de este tiempo con David. El viento trabaja y muda el médano donde se produjo nuestro bautismo de carne, el mismo que luego apañó la reiteración diaria de ese bautismo.
Terminaron casados, Vera y Raúl, y con una cría. Pero se les cruzó la indiscreción de Reinaldo Torres.
No hay últimos azotes ni estertores de cama que sobrevivan a los próximos nueve meses de hibernación; terminan podridos y desintegrados en un polvillo fétido, volátil, "¿Me escuchaste, David?". No contesta. Es de noche y su decisión de irse se inviste del fatalismo consumado de un cataclismo, "te lo pido por última vez". Me aprieta el pecho, como a esas muñecas que lloran cuando las estrujan los hombres que abandonan las costas atados a la cola de los pescados, "Sabés que no voy a quedarme"; se irrita como ante el sismo cuya hora determina alguna falla inexorable del globo terrenal. ¿Qué hago yo entre ruegos y súplicas? Pero todavía me abstengo del "andate". Me lo sorbo. Es anoche.
Reinaldo Torres pudo callarse lo de aquel muchacho Ponce que tanto fanfarroneaba sobre sus juegos de carne, aquí y allá, isla y continente, te llamo hija mía a vos, Vera, a vos no te reconozco primogénito, con ésta sí, legal; a éste, Raúl, no le regalo el apellido, quede en ilegítimo de padre desconocido; ese hombre jactancioso, procreador sin tasa. Vera. Raúl. Bien pudo Torres haber dejado la lengua quieta.
Ahora le toca a David el "esperame"; trae su iconografía: su foto, otra que nos muestra abrazados, una remera de su club, la primera pelota que tuvo, el boletín de notas del séptimo grado. "Esperame", reitera. Me pone junto a las mujeres que tachan en el almanaque los días que les quedan de condena; las que esperan y marcan sus cruces en la pared como presos.
En La Caleta no se sabe a ciencia cierta qué suerte corrieron Vera y Raúl y en qué lugar escondieron su desgracia. Se escurrieron con su cría sin siquiera bautizarla en la parroquia isleña. Pero Reinaldo Torres batió un parche que no se desoyó. Se tomó debida cuenta de los hechos. Dicen que la hija volvió al puerto. Que podría ser cualquiera.
"Vení a despedirme al muelle. Te traeré un regalo de allá, decime qué". Camino por la línea arenosa, me trepo a nuestro médano. Un grumo de gente se apelotona y saluda en el puerto. El "Madre peregrina" se dispone a soltar amarras. "El año que viene no me encontrarás aquí, David". "Claro que sí, tontita, ¿adónde vas a ir?". El frío punza. Abrigo las manos en los bolsillos. Palpo el papel, el pasaje abierto para el lugar de donde vengo. Sólo falta que le ponga fecha.
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