Martes, 9 de junio de 2009 | Hoy
Por Irene Angela Ocampo
Mes frío, final de la primera mitad del año. Casi medio balance. Juntando cansancio para el resto del año. Haber nacido en el mes de junio le agrega una marca personal. Una expectativa más se sumaba al mes, durante mis primeros años, cuando la fiestita infantil permitía esperar visitas, una nueva torta, y regalos.
En junio también se celebra el día del periodista. Walsh recordado. Su trabajo, con la palabra, su compromiso, su coraje y su entrega a la causa de las ideas y las luchas populares. Su trágica desaparición, uno más de los 30 mil, uno más de los tantos periodistas desaparecidos o asesinados en nuestro país, en el mundo.
Un orgullo especial es el poder compartir la misma fecha de nacimiento con Juan L. Ortiz, por ejemplo. Y para Rosario, junio es el mes de la Bandera, que este año el Area de la Diversidad, aprovechó para sumar a las Blancas y celestes la del Arco Iris, para celebrar este primer Mes de la Diversidad Afectivo Sexual. Pero el día comercial de junio, es el del Día del Padre.
Cuando yo era chica, estos días, como el de la Madre en octubre, tenían un correlato en la escuela primaria. Se presuponía de hecho que todos los niños y niñas tenían mamá y papá. Por lo tanto había distintas actividades en distintas áreas para recordar la fecha.
Con un padre biológico ausente, de niña sufrí a veces durante esos años en que debía sumarme sí o sí a fabricar objetos, o escribir siguiendo consignas que se referían a la figura paterna, que en mi casa nadie ocupó nunca.
Hasta que pude decirlo y no ocultarlo, cumplí sumisamente las tareas que no hacían otra cosa que recordarme lo que yo no había tenido nunca. Y recuerdo con claridad la última vez que fingí tener papá ante docentes y compañeros, con tanta falta de convicción, que no pude volver a repetirlo nunca más. Así pasaba en ese época, en que se consideraba a esa falta un motivo más para ser discriminado/a.
La consigna en la clase de actividades prácticas consistía en elegir de entre varios objetos uno para regalar a papá en su día, muy probablemente para llevar a casa o entregar en un acto. De todos los objetos elegí el más extraño, pero no me había dado cuenta antes que ese porta anotador, llevaba una inicial, la del padre, en la cubierta. La técnica me había atraído, forrar dos tapas de cartón con cartulina símil cuero. Pensé que mi madre, la verdadera recipiente del paternal regalo, lo aprovecharía porque ella solía utilizar muchos anotadores. Cuando llegó el momento de recortar el cartón con la letra inicial para personalizar el objeto, elegía la letra del nombre de mi mamá sin dudarlo. Recortar el cartón para formar la I, mayúscula imprenta, me dio un poco de trabajo, y la señorita se acercó hasta mi pupitre a ver si necesitaba ayuda. Cuando me preguntó por el nombre de mi padre, para corroborar si había elegido la letra correcta, casi se me vino el mundo encima. Fue allí que elegí un nombre de padre ficticio con la misma inicial del nombre de mi madre.
Semejante conmoción me ayudó a darme cuenta que no necesitaba ocultar más que no tenía padre. Con la dura realidad de esa falta bastaba y sobraba, no necesitaba sumar otras vergüenzas más.
Hoy puedo decir, con orgullo, que mi verdadero padre fue mi tío Pascual. Boletero de la Estación Rosario Norte de Trenes y árbitro amateur. El fue quien me dio la figura, el afecto, el cariño paternal. Un gringo grandote, y sobre todo grande de corazón. No sólo era árbitro en la cancha, también era un ser ecuánime en la vida. No estaba para marcar y castigar a quienes cometían faltas, sino que con su tarea ayudaba a que no hubiera injusticias, a que los partidos de fútbol como la vida misma, fueran más armoniosos, menos violentos.
Un tío/padre, paciente y cariñoso, exigente y amante de los pájaros, que una vez me enseñó a cazar en una casa en Funes.
Pero lo que sin duda me dio con mayor afecto, lo que de una forma u otra me acompaña hasta aquí hoy, fue un gesto tan cotidiano como fundante para una niña de 4 o 5 años que empezaba a escolarizarse.
Sentados en la mesa rectangular de la cocina, esperando quizás que la tía Titina, su mujer, terminara de preparar el almuerzo, "leíamos" el diario. El volvía de su trabajo con el diario, y lo abría sobre la mesa de aglomerado enchapada en un color claro. Mientras leía, o hacía que leía las noticias, esperaba que me llamara la atención algún titular, o algún anuncio publicitario, para empezar a silabear aquellas palabras escritas en letras de molde. Con una amorosa paciencia me ayudaba en esos primeros intentos de aprehender la lengua materna y asimilar sus símbolos gráficos, y con una gran sonrisa, y un sonido que sólo él emitía (uno que aún hoy sigo usando a veces) decía el esperado: "¡Muy bien, Cielo!" Y yo entonces me sentía que había ingresado al mundo de su mano.
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