Lunes, 15 de junio de 2009 | Hoy
Por Sonia Catela
Lo observo disimuladamente. Vean dónde acabó. Ignacio Crivelli dirigía esa editorial con nombre de bebida light, "Nuevo Ser", por el 2000. En su oficina búnker recibía a los poetas y cuentistas que buscaban un parto para sus creaciones en papel. Cadenas de ellos.
Si no fuera porque medió aquella denuncia...
Mantenía con los autores una charla informal, distendida; les formulaba preguntas sobre aspectos de los textos que los aspirantes autopromovían; breves referencias a sus publicaciones y estudios. Luego fijaba la fecha de la entrevista decisiva. Y aquí el punto. Crivelli imponía para tal encuentro una peculiar condición, entablar una partida de algo muy parecido al juego del ahorcado, con una variante formulada con ambigüedad; todos aceptaban el excentricismo del famoso editor, dadas las repercusiones en notas periodísticas, encabezamiento en ránkings de best sellers que proporcionaba cada libro lanzado al mercado por "Nuevo Ser", a lo que se añadían clases en universidades extranjeras, dstribución nacional y con frecuencia internacional, viajes, múltiples ventas.
El guardia se acerca a las rejas y me recuerda que dispongo de media hora; "mejor comience", se entromete.
"¿Y?" Crivelli espera que me desenrosque e inicie la cosa.
Para continuar las tratativas, el interesado debía firmar un contrato por el que aceptaba la metodología de selección que Crivelli aplicaría, incluida la cuestionable imposición lúdica. Perder la partida invalidaba cualquier posibilidad de editar y todo reclamo posterior.
Pero cuando saltó el primer caso de sus víctimas, luego el segundo, de nada le valió al asesor Ignacio Crivelli escudarse en tales convenios.
Le muestro al recluso mi carnet. Lo desdeña.
Durante esa entrevista crucial para la aparición del libro, Ignacio requería rudimentos del arte literario, tan básicos como insoslayables y que hacían a la génesis de la obra juzgada. Eso sí, en ese popular juego de ahorcado, a medida que se yerra con la letra que se debe decir, se dibuja un miembro corporal del que va perdiendo hasta que éste corta la racha y completa el vocablo. O no lo hace, con lo que el examinado termina colgado de una horca de papel. Ignacio Crivelli procedía de manera más material y menos metafórica; por cada error, la decapitación de un dedo. Eso de cortar falanges a los necios, incultos pretendientes de inmerecidas ediciones de bazofias y porquerías, para conservar la pureza de la literatura y mantener alejados a los rebuznantes poetas y narradores, no terminó de convencer al Juez (poco afecto a las buenas lecturas, por otro lado). Es verdad que los damnificados, con sus muñones y su llanto no podrán meter sus "inmundicias" en los estantes de las librerías. Ni ultrajar bibliotecas. Pero Ignacio, diez años de prisión por mutilaciones, tampoco puede decidir ya qué obra merece presentarse ante ojos lectores.
Lo reporteo en la cárcel de Coronda. Debo escribir para el diario El Ribereño una serie de notas sobre vicios, debilidades y pecados. Dado el peso que localmente irradia el medio para el que trabajo, las autoridades del penal han consentido que vea al mutilador en su hábitat. Pilas de tomos encimados sobre los adoquines del piso casi hasta tocar el techo se apropian del espacio de su celda y lo llenan de murmullos, algún aullido, por qué no. Mediante influencias, a Crivelli le han autorizado que conserve el aparatito que usaba para dictaminar sus veredictos: una réplica en miniatura de la famosa guillotina francesa. Filosa al tacto (cuando el recluso da la espalda para tomar unos papeles, la palpo con respeto).
Ante mi pregunta de por qué hizo lo que hizo, Crivelli se explaya sobre los títulos que aportó al canon universal, dejando en el cedazo la escoria, una pléyade de burros analfabetos poetastros. Le doy la razón. Carraspea, se interrumpe. Para qué drenar su patrimonio intelectual con un comunicador de cuarta mano, de un periódico que se distribuye gratuitamente y se usa para envolver pescado en los puestos de la costa. "Le traigo esto" digo. Le paso el paquete. Examina el poemario de Lara Fuentes, editada por "Nuevo Ser". En la foto de la contratapa, la bella prometida de mi amigo Tito, exhibe sus manos de cuatro dedos abiertos sobre un escritorio. En la letra de la dedicatoria (que Crivelli lee sin comentarios) acongoja la huella que delata la falta del par de los dedos índices de Lara. "¿Ya le dieron la Faja de Honor de la Sociedad de Vates a esta musa?" escupe. Sé que andan en eso pero me lo reservo. Pongo punto final a mi nota. Lo dejo con un cortés saludo. Seguramente a él no le han llegado los rumores sobre la crisis financiera de "Nuevo Ser". Y como la editorial languidece en la decadencia, para recaudar fondos frescos comienza a lanzar títulos que costarían ambas manos a sus creadores de ocupar todavía Ignacio Crivelli su sillón en el tercer piso de la firma. Epocas en que decidía colecciones y famas imperecederas. Sobre tal viraje editorial hasta se ha publicado una nota en "El Capitolio" de ayer mismo. No olvido dejarle a Crivelli ese ejemplar del prestigioso diario, doblado justo en el artículo de marras. Vuelvo a saludarlo. El apenas cabecea.
Creo que la dedicatoria de Lara decía, más garabato que escritura (casi como sus poemas, por cierto), "ojo por ojo y diente por diente". [email protected]
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