Miércoles, 22 de julio de 2009 | Hoy
Por Adrián Abonizio
Se deben haber puesto mustias las baldosas del patio donde bailaban; deben habérsele opacado sus cabecitas impresas a las ranas de estucado sobre las paredes del pasillo en donde se apoyaban, fatigados de practicar los tangos la pareja de los Cartuchianni. El, alto con forma de trombón, pecho corto, panza alta, perfil de águila engordada pero con unos pies diminutos de príncipe. Ella una señora imperial pero humilde, como una cortesana de vestido a lunares que nos otorgara la plenitid de verla moverse en la danza, hasta los límites insuperables de su falda que en revoleo de caracol nos dejaba de asombro con sus piernas hasta el límite mismo de las ligas. Ellos bailaban no sólo en fiestas del club o en los danzantes vespertinos o en las tablados para algún San Fermín, sino en la horas crepitantes del calor, bajo la glicina ensombrecida artificialmente con unas lonas de tinte verde que hacían del patio una atmósfera irreal. Allí los Cartucchianni nos dejaban jugar un cabeza a cabeza mientras dormían la siesta. Sólo nos pedían que no hagamos mucho ruido, que cuidáramos no escape su pichicho y que al servirnos limón helado no derramáramos el jugo en la pista de baile. Entrábamos libremente: no había cancel ni cerradura. Un mastín buenazo y ciego nos recibía junto a una salchicha cachorro. Luego, alguno de los dos nos saludaba como si les lleváramos hasta su hogar la felicidad envasada en nuestros cuerpitos de lauchas medradoras. No tenían hijos y nosotros al advertir esa faltante y nuestros beneficios se la llenábamos con creces, prodigándonos en ser buenos, honestos: un halo de lucecitas latía bajo nuestras costillas. Ausencia de odio, plenitud, admiración por el mundo de los artistas. ¿Que eran ellos sino artistas que vivían de lo suyo y ensayaban mientras nos dejaban vagar por su casa como si fuésemos sus retoños? En el reino de velos suaves, olor a azahares, bailes y morbidez de sólido amor inmigrante nos estaban enseñando que en la vida no todo era disgustos y dejar hacer, dejarse llevar por la corriente. Eran libres y nos dejaban serlo también. Los Cartuchianni recibían muchos premios y cuando no estaban practicando se encontraban viajando. Ganaban dinero y hasta nos compraron las primeras camisetas que encontramos abiertas bajo la enramada, sobre la mesa del costado, con pasta frola y limonada dulce. Dios, hoy me parece evocar un fantasma aéreo y liviano, como si aquella postal no hubiese existido jamás de los jamases y fuese un decorado cuadro de acuarelas con los saltos de Peter Pan, en vez de los maravillas de aquellos cuatro pies, lejos de Disney y las figuras de televisión. Eran nuestros miembros de púberes chuecos que amaban aquella distancia certera entre los dioses y nosotros y que amábamos hasta dar la sangre por aquella pareja que eran el polvillo rojo acumulado bajo los aleros, los gorriones al sacudirse luego de la lluvia, el olor de la fábrica, los esquineros amorosos, el aroma a invierno, el tufo oloroso y ancestral que evocaba la tardecita dorada en la llegada del verano y que culminaba con algún baile allí, en esa casa encantada de teatro y magia pura.
La noticia precedió a la muerte de uno de los hermanos Gálvez, los corredores. "Encontraron la muerte a la altura de Bragado". Y seguía el locutor con lo de los bailarines más famosos que habían alcanzando fama y fortuna en la lejana Europa y no sé que más. Mi madre se acercó por detrás: olía a spray y adiviné su belleza de labios rojos sin verla. En ese instante de negrura, con el batón nuevo y su mano áspera secándome el llanto sin mirarme, parada detrás como otra deidad, sólo extendió su otra mano libre y apagó la radio. Dormí después lo que creí semanas, y al juntarnos en la esquina con los pibes, sin avisarnos, allí estábamos todos, demudados, huérfanos. Apoyados en el cantero, a metros de la casa cerrada de los Cartuchianni, esperábamos vaya a saberse que milagro bajo la luna enorme crecida de pena sobre la glicina que olía más fuerte esa noche.
Mi madre, sin decir palabra alguna, nos llevó a todos a la heladería y calló caminando muy seria detrás nuestro como una niñita. Había entendido y llevaba un cintita rosa y otra oscura luto en su manga floreada.
¡Eh ¿que pasa que traen esas caras?, nos recibió mi padre en la puerta, ajeno a las impiadosas manos del mundo y a la delicadeza del instante. Más tarde, enterado, se puso su saco azul y nos arrió a todos los chicos por vez primera a la milonga del club, donde en compañía de sus amigos campeones en mujeres y copas, nos fueron enseñando los primeros pasos de baile, aquellos que no se olvidan por siempre jamás.
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