Mar 11.08.2009
rosario

CONTRATAPA

Llorando al general

› Por Jorge Isaías

Al compañero Jorge Jäger


El sol esa mañana estaba en su esplendor, las golondrinas se hundían en el cielo como carbones ásperos y las calles del pueblo explotaban de vehículos: autos, carros y sulkis que en hormigueante actividad se extendían en la geografía y las escasas manzanas que en su dispersión eran como islas flotando en su mar amarillo de trigo.

La escuela en su rutina nos daba el aburrido, el ingenuo, el poco inesperado sopor de aquellas mañanas muertas para siempre y que, según los días según el ánimo vuelven insistentes como una hilacha, como una brizna dura de pasto que insiste en ser tenida en cuenta, aunque sepamos que ya esos años fueron sepultados por sucesivas y numerosas capas de oscura e inevitable realidad.

Ese día -pongamos por caso o fue otro, no sé, Norberto Aronna, ese gordo bueno e inefable se habría peleado con su sempiterno rival, el travieso Carlos Villarreal quien se hacía llamar "Chaicolé", personaje gaucho de la famosa radionovela de aquellos años que ninguna dama o señorita dejaba de escuchar.

Salvo algunos hombres hoscos, como mi padre, que prohibían a sus consortes oír esas ristras de fantasías que volaban las cabecitas de las niñas.

Como mi padre detestaba -creo yo no tanto los argumentos inverosímiles sino ese suspenso melodramático, que según su leal entender no se ajustaban a la vida real.

En ese día también nos habríamos distraído mirando hacia las instalaciones del club, porque justamente el "Huracán" estaba enfrente, con su antiguo cine de techo de cinc, esos ventanales inmensos que en verano permitían ver las películas que se reflejaban en los vidrios. Allí nos apiñábamos cuando no teníamos una triste moneda con qué pagar la entrada, que era la mayoría de las veces, es decir casi siempre.

Ese día también habíamos sido agredidos, tratados de "negritos" por la ínclita "señorita Angélica", y es probable que su desdén se allegara al mero coscorrón con alguno de nosotros. Yo estaba entre esos réprobos, aunque no fuera el primero en nada, ni siquiera en las travesuras. Tal vez también por qué no, hayamos sido favorecidos con alguna enseñanza, mientras nuestras cabecitas rapadas se inclinarían con cierta avidez forzada sobre el cuaderno lleno de manchones de tintas. Habíamos corrido detrás de esa defectuosa pelota de trapo en los recreos. Pelota que escondíamos en un caño de cemento que drenaba el agua del techo de tejas coloradas, porque si esa humilde pero maravillosa pelota entraba al salón sería implacablemente incautada por la señorita Angélica, terror de los niños de entonces. De todos modos llegó la usura del "recreo largo", el de diez minutos que remolonamente se podría estirar dos o tres más, porque el encarnizado partido "grado contra grado" que se libraba en el patio de gramilla (que está, curiosamente, intacto, como entonces) así lo requería y nadie atendía el campanazo nervioso de Marcos, el portero bien moreno. Debía repetir entonces un par de veces el golpe del badajo sobre el metal alcahuete.

Pero ese día, el que trato hace tiempo de relatar, tiene la impronta de los dolores tempranos, que un niño padece sin entender los motivos reales, que pertenecen al orden de los mayores pero que involucra a la infancia, irremediablemente.

La cooperadora de padres que se encargaba de temas que no se podía ocupar la escuela, regalaba un pancito "felipe" a cada niño o niña, como para acompañar con algo sólido el mate cocido del que se hacía cargo el Ministerio. Este venía oportuno cuando lo servían bien calentito en los inviernos. Eso sí, de llevar el jarrito de aluminio se debían ocupar las madres. Para ir a buscar el pan la maestra elegía un par de alumnos varones de los últimos grados, y algunas nos chantajeaban para que nos portáramos bien, ya que no ignoraban el entusiasmo con que nos ofrecíamos para poder salir de aquello que consideraríamos la cárcel, es decir la propia escuela. Y visto a la distancia era realmente llevadera la existencia entre esas paredes acogedoras y ese perímetro de tejido que nos dejaba ver las calles, la placita Sarmiento, y todos los perros vagabundos que se nos ocurrieran desde sus grandes ventanales.

Esa mañana -como vengo relatando que se presentaba propicia y primaveral los elegidos fuimos el mellizo Arregui y yo. Mario, el que falleció luego, muy joven en un accidente de aviación mientras fumigaba un campo cerca de Chañar Ladeado.

La panadería quedaba a una cuadra de la escuela y allí fuimos seguramente cascoteando algún perro o alguna torcacita que se atrevía a picotear algunos granos de cereal caído de los carros o camiones, en el medio de esas calles de tierra, con grandes costrones de barro endurecido de la última lluvia.

Cruzamos desde la vereda de la única bicicletería del pueblo de don Antonio Frontera y al pasar por el frente del bar "El Cometa", de los "turquitos" Esne en la ochava de enfrente vi a mi perro sentadito en la vereda, esperando con paciencia a mi viejo que estaría tomando una copa allí, como deduje y hasta creo que le comenté a Mario.

La tarea fue cumplimentada con toda premura ya que se nos enviaba cinco minutos antes de la campana del recreo largo. Hecho por el cual no nos podíamos retrasar. Llevada la bolsa entre dos, no era muy pesada y si íbamos chacoteando todo se hacía más fácil.

Ese día terminó normalmente.

Me volví con "El Toto" Míguez, con "Chajá" Correa. Otra vez cascoteando pájaros como era nuestra costumbre.

Mi madre tenía puesta la olla con el agua hirviendo, lista para recibir los fideos de la sopa, pero hasta no ver que mi padre llegaba no lo hacía. Esperamos un rato largo y al ver que ella se preocupaba y a mí el hambre me atenazaba le comenté que había visto al perro en la vereda de "los turquitos", inequívoca señal de que mi padre estaba en el boliche, ya que siempre lo acompañaba a todos lados, incluso al trabajo en los galpones de las casas cerealeras donde hombreaba bolsas. Allí el perro se divertía corriendo ratones y según mi padre era muy cazador.

Mi madre tuvo una intuición y como nunca, por primera y única vez, me dijo entre angustiada y ansiosa: Andá a buscarlo, corré.

Tomé el medio de la calle y siguiendo su orden me bebí los vientos, como quien dice, y a los pocos minutos había recorrido las casi cinco cuadras que separaban el bar "El cometa" de mi propia casa.

Cuando faltaban pocos metros para llegar vi salir a mi padre. Pero no lo hacía sólo, lo sacaba abrazado don Florencio Luna, y él, mi padre iba -al ser más alto como colgándose de su hombro y la mano libre, la izquierda tocándose el pecho. Me asusté mucho porque hacía unos meses del mismo lugar había visto salir al Vasco Aróstegui que con esa mano pretendía taparse la sangre, inferida por un puntazo del "oriental" Campos.

Pero al acercarme más me tranquilicé. Llevaba la mano allí cerca del corazón pero no le salía sangre.

Me puse a su lado y se tomó con esa misma mano de mi hombro de nueve años. Yo sentía mucha vergüenza: mi padre estaba borracho. Él que me daba lecciones de abstemia, a diario. Era la primera vez que lo veía así, pero no se iría a repetir.

Me emocionó cuando con palabras que denotaban orgullo paterno le decía a su amigo cuánto lo cuidaba su hijo. Yo, que me consideraba un cero a la izquierda.

Durante el trayecto, se paraba cada diez pasos y gritaba: "Viva Perón".

Después decía: que vengan a pintarme la casa como al "gringo" Broglia. Pero yo en ese caso, pensé, no vendrán porque nuestra casa no tenía revoque exterior. Lo que dificultaría el oprobio, según mi ingenuidad infantil. A Francisco Broglia le habían pintado una leyenda infamante que aludía a la caída de Perón.

Mi madre al vernos llegar se puso a llorar, pero se tranquilizó cuando don Florencio le explicó que habían estado tomando unas copas y llorando al General, que dicho sea de paso había sido derrocado un mes atrás.

Ayudé a mi madre a acostarlo en la cama grande como una embarcación.

Luego vino a la cocina y me sirvió una milanesa. Ella no comió. Cuando terminé y entré en la habitación estaba sentada en la cama y le decía:

-Lindo ejemplo le das a tu hijo. Y a mí: -andá afuera.

Obedecí. Busqué mi pequeña pelota de goma roja con rayas amarillas y la fui haciendo rebotar en la pared del Este, que recibía los rayos del sol, tan tranquilamente. Una bandada de gorriones no pudo asentarse en el patio porque el gato la corrió.

Yo tenía en mí la tristeza más honda de todos los tiempos.

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