Viernes, 21 de agosto de 2009 | Hoy
Por Bea Suárez
He secuestrado al río para torcer su cauce por Dorrego.
Ahora no sigue hacia el arroyo seco. Entra por mi calle, y uno de mi calle me ha dicho que dice conocer a un tipo vecino mío que ha visto al Paraná cruzando Gûemes. Como un extraño.
No fue sencillo.
Todo empezó en el cráter de mi ombligo, en la necesidad de tenerlo para mojarme en su invierno, en los mosaicos sueltos de camalotes que el vulgo ve como normales pero yo veo como propios.
Lo secuestré.
Le hablé.
Lo convencí.
Doblá Dorrego, cruza la plaza del triángulo, seguí el empedrado, transformalo en fondo. Pedile al intendente que te deje.
Robaron a lo grande, los caudales.
Era un surtidor marcando nuestra forma convulsa de vivir. De marrón pasó violeta seco, de feliz cobro la angustia al pasar por El Pozo, las plazas ocupadas, gente pobre, mujeres sin trabajo alimentando hijos con la perplejidad de alguna economía sin futuro.
Entró el río en cavidades rosarinas, llenó gimnasios y panaderías, mojó agentes policiales. Ebullían cloacas, no iban a él sino que él venía.
El hombre.
El río como un hombre o un puma.
Pasó a las cenas, sirvió en los vasos de muchos restaurantes, cambiando Finca La linda por él mismo.
La gente miraba con entusiasmo (se ve que el agua estaba en categoría de pendiente).
Un Támesis urbano, algo indebido, cauce incongruente enfrente mío.
Tuve la responsabilidad, fue un secuestro, no una obra de la ingeniería.
Hay una vigencia de calle Ovidio Lagos que el Paraná recorre, se ha hecho cómplice. Ovalado va. Nítido, clava moluscos en los frentes, estampa palos en estaciones de servicio.
Es deglutido por locos, entreverado por quienes izan banderitas.
Se ajusta a dosis para niños. Riíto en cápsulas hacia recién nacidos.
Moja el Concejo Deliberante, despierta a concejales de sesiones aburridas, diluye fluidos malos, despedaza cáscaras. No importa la geología.
Secuestré un río, torcí un camino, lo traje a mí, lo hice a mí, tuve ganas esplendorosas de que entrara en mí, hasta la zona donde crecen mis probables verdades de amor.
El río leche. Espeso, cabeceando, espumoso, en quejumbre por enfrentar smog y ejecutivos.
Personas se atan el cinturón, miran botes con cariño.
Recorre el Politécnico, humedece textos sagrados de todas las iglesias (sin discriminar). Respeta a un alumno porque no sabe de logaritmos. Aplasta rositas blancas, como las que hubo una vez en la plaza de Wheelwright.
Secuestré su secreto inextirpable, saqué de contexto un bloque indiviso, mientras él negaba perlas y arruinaba plumeros en forrajerías.
Tuvo que vérselas de frente a un ataúd. Se frenó. No quería entrar, profanar disimulando su intención de letra.
Decidida a no fallar en mi acto huí de la policía.
Me buscaban.
¿Quién lo secuestró? ¿Qué quiere a cambio?.
Empezaron a buscar gente con suciedad de pescador. Sospecharon de muchos.
Yo pernocté tranquila, no hizo falta un comprimido de mí para dormir. No. Me dormí sola. En placidez, con la federación de los hechos, luego de haber sudado la gota gorda del río sin otro menester.
Buscaban personas con olor, manchadas de dorado, atrapadas en ramas.
Me vestí de criolla tierra adentro cosas de despistar.
Un vestido café con leche y flores destruidas, color sensible y sin honor. Usé collares. Me pinté, orienté la luna para volverme selva y así cruzar Ministerios, la plaza San Martín, y no ser acusada.
Labios color ceibo, pelo de boa, guantes de telaraña, camuflé mi delincuencia.
Y el verano era.
Y la ciudad unánime, llena de chalas y dependencias al término de agosto. Con la gracias primera de un Paraná absoluto al dos mil quinientos setenta y seis.
Y nadie se dio cuenta que fui yo, que no me asesoró el Gordo Valor ni nadie. Yo sola con maldad y nuevos pensamientos.
Y azucenas, mas trigo en latidos.
Ni un solo cana pudo acusarme con el dedo, ponerme la mano encima.
O una esposa.
Corrí como una abeja todo el día.
Como la diosa de las enredaderas.
Libre de culpas y cargos.
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