CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
Lo que yo buscaba en las esquinas era disolverme. Así, con palabras de entendimiento y sabiduría supe que me hablaban al oído cuando apenas cruzaba la franja de los doce, pero, claro, no podía con ellas. Estaban en el aire pero no en los libros. En ellos, sí, pero incomprensibles. Uno busca no ser nadie. Tiene que haber un grupo y algo de silencio espacial, como una atemporalidad milenaria de demiurgo en pantalones cortos y con pelota al pie, cansada, sudada de fatigar y único emblema de lo que constituye el grupo guerrero que hoy ha dejado de repicar con el fútbol, y se dedica a observar mundo. Chapas de autos. Las terminadas en par son para los maricones. Las impares para machos: las impares son agudas como pijas, las otras redondas como conchas. Así es nuestro mundo. Apostamos a que si dobla una dama, cualquiera sea su estado, forma o color será para el que le toque en la ronda: por eso festejamos cuando una senil figura cargando sus bolsos pasa ante nosotros y ante el elegido infortunado. Y las olas de triunfo cuando es una chica hermosa y el pibe se vanagloria manos en alto como derrotando la soledad, campeonando de alegría. Pasa un auto fúnebre: no hay chapa que valga, le hacemos los cuernos. Pasa un Mustang tan rojo y tan veloz que no podemos tomar la patente: a las dos cuadras lo vemos estrellarse contra un perro y seguir a los barquinazos. Es la ley de la selva y la guerra: muchos mueren en el camino y redoblamos las apuestas sobre cuantos habrán de encaminarse bajo las ruedas de los corredores que se deslizan por la 9 de julio como por una pista japonesa de motos endiabladas. Lo que se busca es disolverse. Sobreviene entonces una calma de lirones, con los ojitos chicos de ver un horizonte intuído lejos, tras los edificios del Aciso, tras los trolebuses chuecos que silban su cornamenta por Mendoza hacia el centro. Los carros no cuentan y las motos tampoco. Sólo los autos y sus aceros amarillos donde alcanzamos a otear la terminación y darle categoría mágica. Sentimos pasos. Son tres señoras y le corresponden a Cadierno: tres varicosas que pasan mugiendo. Luego, la Anita, hermana del Jefe, el Claudio, pero nadie dice nada: ella tiene dos tetas grandes como pelotas de básket, unas piernas largas, pestañas postizas y olor a humedad de mujer y spray además de un culito perturbador. A nadie se le ocurre combinación alguna: el Claudio es hijo de gitanos y sus puños duelen. Hacemos como si nada, como si ninguna mujer hubiese pasado. Ella nos ignora y se cruza tras un Isard, donde la está esperando un machito de campera rocker que fuma ostentosamente. Cosa de grandes. Nosotros somos chicos y buscamos disolvernos en una nada gigante, pensar, ser nadies, invisibilizarnos en un atardecer emergente donde ascenderemos al cielo de waikirias y minas en pelotas que nos darán al fin lo que nos merecemos. Por ahora, apostamos. Putos los pares, machos los impares. Y así. De la farmacia emege una luminosidad de sanatorio y de la peluquería un olor a brillantina y afeites que logra conmovernos. Pronto seremos grandes y estaremos dentro, en nuestra pertenencia de hombres soldados de una patria que nos precisa para que formemos un hogar, hagamos hijos y dejemos de boludear en las esquinas. La chica feucha del kiosco nos espía y sé cuanto daría por estar con cualquiera de nosotros. La veo moverse, está por salir. Entonces un ramalazo olímpico y feroz me sacude: pido cambiar el turno o lo adultero, no recuerdo. Me toca a mi digo y a nadie le importa, abstraídos en la atmósfera lúdica y en el contemplar las primeras luces que idiotizan. Entonces cruza ella. Todos se ríen: es como un elástico que se les ha soltado de pronto a todos. Yo la retengo de un brazo. Tiene pelitos negros y uñas pintadas. Me acerco, le doy un beso en la mejilla y luego regreso a mi puesto en el umbral, me quedo mirando lo que antes miraba como si ese gesto fuera habitual en mí, el poner las cosas en su lugar, desordenando los gustos. Toledo me espía, ninguno hace comentario alguno. No sabíamos que era tu novia, dice con miedo, con superstición. Es la chica más hermosa de este planeta, la mejor, digo suspirando. Y es mi mejor y primer triunfo en aquello que aún no sé como se llama y es la disolución de las cosas.
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