Martes, 8 de septiembre de 2009 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
Ayer por la tarde me llamó desde Chascomús Beatriz Viterbo. No necesitaba preguntarle qué hacía por esos pagos; su voz, que adquiría los matices tan particulares de lo que estaba haciendo, me decía todo. Sufrí, a lo que ya estoy acostumbrado, pero no dije nada y le pregunté cómo andaba y le hice la broma habitual de si seguía enojada con Borges por el oxímoron de su andar y no pude resistir la tentación de preguntarle cuándo podía verla, cuándo volvería a pasar o a quedarse algunos días en Rosario. Retirada de lo que fuera, había dedicado todo a la creación de una editorial que llevaba su nombre. Su voz sonrió y mientras sonreía quiso saber si la extrañaba mucho. Nadie puede no extrañarte, susurré. Más aún, agregué, se te conoce y ya se te está extrañando. Me dijo que llegaría el viernes hacia el mediodía, que deseaba almorzar conmigo. Un amigo la traería en auto, pero me aclaró que no me preocupara, que el amigo en cuestión tenía que regresar a Chascomús. Quedamos en encontrarnos en ese lugar cambiante donde siempre nos encontrábamos. ¿Conversaríamos de lo mismo que en otros encuentros o yo me animaría y le diría lo que nunca me he animado a decirle?
La conocí una semana exacta después del 29 de noviembre de 1995. Ese 29 de noviembre en Rosario/12 me habían publicado un texto sobre los amores de Beatriz Viterbo y Jelly Roll Morton. Fue a la semana que me llamó para decirme que si ya había tenido un cierto enojo con Borges, sobre todo por hacerla morir y transformarla en un personaje de ficción, ahora salía yo, que no le llegaba ni al dedo meñique a Borges, y volvía a jugar con ella, que era un personaje de carne y hueso y para nada ficticio. Sin embargo, quería conocerme. Nos conocimos. En algún lado que he decidido olvidar tomamos un té y yo dejé que ella hablara, de todo menos de lo que supuestamente teníamos que hablar. En el lugar donde estábamos nos quedamos hasta más allá del atardecer. Al poco tiempo logré que se la invitara a Rosario a dar una conferencia. Lo digo así aun cuando comprendo bien que los términos conferencia y Beatriz Viterbo son incompatibles. Pero para mi curiosidad de ahora, no de aquel momento, ella habló con verdadero conocimiento y amor de algunas colecciones de libros que ya habían desaparecido y que ella fue recordando prolijamente, con una mirada distinta de la que podía tener cualquier otro. Recuerdo, más que nada, todo lo que dijo sobre "La pajarita de papel"; después la escuché hablar de otras colecciones, pero yo ya estaba dedicado a mirarla, a enamorarme, a sentir algo que era muy parecido al dolor y a la felicidad al mismo tiempo. Cuando terminó de hablar cenamos junto a algunos de los asistentes a la charla. Creo que al único que le había entusiasmado su presencia fue a mí, aunque mi padre, que fue quien la invitó, sentía por ella un indudable cariño. Beatriz me pidió que la acompañara al hotel donde paraba. La sentí entre mis brazos, pero me adelanto a decir que eso no ocurrió y ahora comprendo que debió haber ocurrido. Camino al hotel tomamos un café y me contó que la editorial que había pensado tendría su centro en Rosario pero que ella vendría sólo de vez en cuando. Ya en el hotel, me invitó a su cuarto y le dijo al conserje que le enviara dos whiskies y algo para acompañarlos, cualquier cosa. Su habitación era amplia, con dos ventanas a la calle, y tenía dos camas individuales. Llegaron los whiskies, ella se sentó en una y yo en la otra. Yo me quedé sentado, pero ella, con un encanto que no podría describir, se recostó hacia atrás y se apoyó en sus codos, mirándome. Mi primer deseo fue saltar hacia ella, pensé que era lo inevitable. Pero no lo hice. Creo que se dio cuenta, y después de unos tragos me mostró unos papeles escritos a mano en los que había apuntado algunos libros para su editorial. Sentí la tentación, y no la evité, de contradecirle algunos, observación que ella pasó por alto. De inmediato me dijo: "A vos nunca te voy a publicar, aunque en realidad no sé bien por qué". Seguimos hablando. Cuando me fui, la besé rozándole la comisura de los labios y ella sonrió y me confesó suavemente que ese beso le recordaba una novela de Cambaceres. Salí, desconcertado, como creo ocurre en el tango, y me fui a tomar lo suficiente para comprender, otra vez, que tomando no se olvida nada. Un amigo me llevó hasta casa.
Pasó el tiempo, ignoro cuánto pasó y de qué manera. Es cierto que algunas cosas me distrajeron: la comparación de algunos poemas de Eliot; la audición, en lo posible en orden cronológico, de Charlie Parker; la relectura de Cyril Connolly. También intenté descifrar, sin suerte, alguna página de la edición inglesa del "Finnegans Wake". Escribí algunos poemas sobre Beatriz pero no me convencieron. Los guardé en algún cajón sabiendo que recordaría cada día en qué cajón los había dejado. Sorpresivamente me llegaron noticias suyas en forma de un libro al que acompañaba una carta en la que me recordaba que para lo que ella hacía publicar yo siempre le andaba buscando cinco patas al gato, que por otra parte las tiene. Como la mayoría de las obras que Beatriz ha publicado, ese libro, de Michel Lafon y Benoit Peeters, era excelente. Trataba sobre los textos en colaboración, aunque iba mucho más allá de un estudio sobre la escritura a dúo. Por supuesto, me esforcé en encontrar la quinta pata del gato y le envié una carta diciéndole que lo único que lamentaba era el olvido de algunos otros escritos en colaboración, algunos de dos escritores, otros de pocos más y alguna rareza como la que hizo el hermano de Chesterton. Tal vez no tenían un gran valor literario, pero eran experiencias para considerar. Le sugerí que ella averiguara los nombres por su cuenta, pero que además debía intentar viajar a Rosario. Y terminaba: "Sigo teniendo celos de ese señor que publicás con tanta abundancia y a quien, por cierto, me he negado a leer. Si venís te tengo preparada una sorpresa. A diferencia tuya, que debés tener como Dorian Gray un cuadro que envejece por vos, yo he envejecido y no tengo cuadro alguno que se tome como suyo ese triste trabajo de ser todos los días un poco más viejo. Siendo como sos no te importará demasiado o lo disimularás como ya lo has hecho otras veces. No consigo evitar extrañarte. No puedo impedir verte en lugares donde sé que no estás". Mandé la carta lo más rápido que pude. Pensé que me contestaría, pero hasta ahora no me ha llegado respuesta alguna.
Comprendo bien a Borges, que la dio por muerta. Es acaso la única forma de olvidarla o de recordarla sabiendo que es un imposible. Sigo esperando su carta. Y en ocasiones, encerrado y adormecido por algún fuerte ataque de asma, escucho su voz sonriente en el teléfono, llamándome desde Chascomús, desde Adrogué o desde algún otro improbable paraje prometiendo una pronta visita a Rosario, y pienso que haberla conocido ha sido suficiente y que no debo merecer más felicidad que esa.
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