Sábado, 19 de septiembre de 2009 | Hoy
Por Miriam Cairo
Cuando la musa soledad despierta, la vida comienza a tener una voz algo ardiente y triste. Salta una bocacalle, y se nota que es la noche quien la sigue. De pronto se detiene y con gesto delicado descubre la ciudad que, envuelta en celofán, relega el erotismo a los burdeles.
Sus leves pisadas de musa guardan la torsión turbulenta de su flote. Encendiéndose en púrpuras invocaciones, ella salta más allá y más adentro. Todo lo agranda con su pensamiento y queda claro que un abrupto puntapié en el velamen no alcanza para declaran que la acción sea la vida.
Cuando el polvorín interior de la musa estalla por la acción corrosiva de una contemplación negra, insensata y devoradora, la desesperación y la fatiga se unen, se engendran y fomentan el amor al peligro. Quien se atreva, podrá abismarse en su propio abismo. Y podría hacerlo a propósito, para no estar en las nubes. Contemplarse en el abismo es peligroso, porque las ideas viven tanto en la fosa como en el aire y por esa acción beligerante del mirarse, la quietud o el matrimonio pueden levantarse en vilo.
Cuando la musa soledad se baña desnuda, lindas muchachas vienen a verla y ella sale del agua, se acaricia con la mano, asombrada de dar con su completa feminidad dichosa. Sonríe y no anega su pellejo en el hundimiento abstinente. Vuelve al agua mßs deslumbrada que juiciosa.
La musa se abstrae y se proyecta. Se lanza desde el interior del espacio alumbrada por una linterna mágica. Cuando se oye la trompeta de Dios, las muchachas se suman a lo que existe. Por un fenómeno de refracción humana, la musa soledad se torna cuerpo accesible a las demás y se ahoga en la fuente redonda, infantilmente ilusionada.
Cuando la musa llega con un puñado de palabras halladas en los páramos del origen, el asunto de la realidad comienza donde la realidad acaba. Desaparecen todos los ausentes del sexo dichoso. Patas arriba queda el nadador sumergido en el fulgor de la luna. Es cierto que en este mundo falta el aire y sobran los titulares de los diarios. Falta amor y sobra matrimonio. Tanta dicha embalsamada. Tanto vértigo desperdiciado. Con ánimo de pez, ella trae en su espiritualidad concupiscente una imbricación de cuerpo y alma.
Cuando la ven llegar, las señoras tristes saltan solas sobre el lecho. La musa soledad les trae la noticia y ellas quedan a merced de ciertos pensamientos. No respetan a las bailarinas de burdel, sin embargo las envidian.
La musa soledad les sugiere que no hace falta el lupanar para el deleite. Pero ellas miran a su lado y otro, se miran a sí mismas y encuentran sólo dos cuerpos domesticados. El hombre, desnudo, sucio de tedio y vencido, en medio de esas rebeldías no sabe si temblar o aplaudir. Se debate entre decir adiós o seguir aullando solo otra vez como el perro le aúlla a la muerte. Pero el hombre, la musa y las mujeres tristes saben que no será el perro el que tome el lugar del amo.
Muy simple y natural, la musa soledad se acerca. Trae una luz que hace de toda mujer una figura nueva y prodigiosa. Ayudada por las abre cajas de Pandora, la musa soledad les ofrece a las señoras un leve toque de imaginación por medio del cual el entorno se trastorna. Adentro de la caja hay algo más que ese sexo de cortesía que las agobia. Hay un impúdico goce de mujer. Una fuerza centrífuga en el horizonte. Un tirón de pelos. Un frenesí de lobos rojos. Y ante el amago de su primer movimiento, un lento tropismo femenino las lleva a concebir un coraje.
En ocasiones, la musa soledad es el diluvio después del cual, algo comienza. Sea el manar de náusea o luz lo que ponga las cosas para arriba. Sea el rodar por el temblor de los cariños, o el insospechado resplandor del sexo redivivo. Sea la mujer montada en cardenales, el fetiche de los dedos, el vértice del hombre en las comisuras, el almácigo irisado de asombros. Sea el crispo de la flor en el florero o la prístina ondulación de babas. Sea la tensa envergadura, el titilar de la lengua viva. Sea lo que deba ser pues la vida propia se vuelve totalmente ajena sin la musa soledad y sin la elipsis.
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