Martes, 22 de septiembre de 2009 | Hoy
Por Eugenio Previgliano
Dice cosas: me dice a mí, siendo que yo nací en la madrugada tormentosa de un miércoles de enero, que probablemente ella haya nacido una mañana gris de un lunes de febrero.
Yo callo, la miro, escucho mientras ella habla de, por ejemplo, sus recuerdos de infancia, la risa de sus hermanos, la sal del mar, la erispela tan infrecuente entre nosotros. Habla entonces de esconder tesoros, jugar con Barbies que iban a festivales de cine o que vivían en carrozas de comediantes nómades. En tanto yo callo recordando mis breves y fugaces períodos de comediante nómade, el calor veraniego de las luces de escena, las risas, sonrisas y carcajadas del público, el ritmo de la escena, el compas de mi música al piano. Pero ella dice de los techos, de sus antenas, de la ropa secando al viento, de las horas de juegos alucinígenos combatiendo la soledad, habla de las fiebres cósmicas, privilegio de los niños enfermos gracias a los cuales nunca más le fue vergüenza que podía volar y mientras ella dice todas estas cosas yo también recuerdo que una vez hace mucho tiempo fui un niño enfermo, con fiebre, y recuerdo mi percepción del cuarto a distinta escala, hablando en una jerga que mucho después entendí que no era más que un decir con las palabras al revés, el delicioso mareo del niño, ese vuelo que ella dice, donde yo también estuve.
Dice después que retó a los árboles, a todas las olas, a todos los cerros y a todos los caballos, y mientras esto dice yo recuerdo y a mi turno digo de haber retado tormentas, ríos, mares, selva, gente; pero después dice que retó a la noche y casi la lleva de encuentro y yo recuerdo la noche, las veces que he pensado que no volvería de la noche y a la vez digo lo mío.
Si alguien nos viera hay que ver si su mirada alcanzaría a distinguir lo que decimos. No necesito saber más para reconocer mi pertenencia, saber que mientras ella dice yo soy capaz de decir lo que puedo y deseo decir como tal vez no pueda hacer con un perfecto desconocido y no haya dicho nunca con nadie; no necesito que nadie vea lo que yo escucho, lo que yo siento ni lo que ella dice. Eso es todo: no debería haber nada más en el mundo, nada más que este instante de decirnos estas cosas que no son útiles a nadie, no necesito escuchar más que sus crónicas de viaje, siempre fascinantes, por este planeta cuya capital habitamos, sufrimos, disfrutamos. La puedo escuchar ajena, entretenida, viviendo una y otra vez cada retazo del viaje y seguir creyendo que no preciso nada más, soñar que no necesita nada más, que también ella dice lo que dice frente a mí, que nací un día tormentoso, siendo que nació ella en una mañana gris y ninguno de los dos sabemos a ciencia cierta cómo es que estamos aquí, viviendo la presencia del otro, de uno mismo, de ambos.
La escucho y creo que entiendo, que no es preciso ampliar o repreguntar, que lo que queda en la oscuridad no ser obstáculo para que trate de darle todo lo que tenga o pueda tener, y no me pregunto más. Como no somos niños desde hace mucho tiempo sí que el viaje es largo y se conocen muchas cosas. Yo mismo he recorrido unos caminos polvorientos, atravesado selvas y esquivado pumas y caimanes. No es gran cosa, sólo mientras la escucho decir mientras acaricio sus hombros pecosos, su cintura tenue, sus pechos de madre, entiendo que todo ha hecho este sentido, no puedo imaginar nada más importante que esto: pienso en agradecer.
Ser esto sólo un instante de confusión, un relicto de fiebre infantil, una brisa inesperada que barre por un instante la ropa secando al viento. Ser realmente esto el tiempo, un instante breve diferencial y eterno que sólo aflora en su verdadera dimensión escuchndola a ella. Ser cierto que hay otra vida y más vida un poco más allá cuando el mundo entorpezca nuestro diálogo. Ser
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