Domingo, 27 de septiembre de 2009 | Hoy
Por Miguel Roig*
Dejé de escribir hace años, cuando comprendí que carecía de un punto de vista original, de una voz narradora que se dejara escuchar por encima del ruido vigente. Afortunadamente, asumí esta certeza a tiempo, antes de colapsar frente a intentos vanos con la ayuda de mi trabajo, el ejercicio de la crítica literaria en un periódico de Madrid y otro de Montevideo, espacios donde ejerzo mi voluntad plena. Después de años de intentos estériles, de tantas frustraciones, asumí la imposibilidad de escribir, otorgué carácter de quimera a la creación de una obra de ruptura y descubrí, con esta actitud, que el fracaso no resulta una mala opción; es un buen recurso para sortear la crisis de contingencia. Si se entiende a tiempo que uno no puede dejar lo que le queda de vida tratando inútilmente de alcanzarse a sí mismo, se aprende algo importante para encarar el día a día: Pretender alcanzar un ideal es una clara señal de energía, pero a la larga todo queda reducido a una tensión insoportable.
Poco a poco fui recuperando aptitudes y actitudes que habían caído en el olvido, como por ejemplo, un vuelco terapéutico a la contemplación del mundo. Si fuera un pedante podría afirmar que me he convertido en un fléneur a la manera de Benjamín, pero creo que lo mío, en esta nueva etapa se podría llamar flâneur de cabotaje, ya que mis desplazamientos son casi siempre los mismos y no suelo alejarme de Dublín, mi lugar de residencia; cuando lo hago, como hoy, es mediante un viaje de cercanías de apenas veinte minutos. Vengo a Dun Laoghaire a dar un paseo cada vez que el trabajo me lo permite -es decir, casi siempre-, ya que esta pequeña ciudad me confiere calma, armonía e incluso cierto equilibrio.
Dun Laoghaire es una extraña singularidad en el plano mapa irlandés. Ajena al criterio urbanístico de la isla que se podría equiparar a la uniformidad y al despojo de los conjuntos edilicios de los países socialistas del este, los bloques de casas de Dun Laoghaire convierten lo uniforme en una repetición melodiosa a través de los colores suaves de las fachadas; la desnudez de las líneas y las formas simples se asumen como una intervención sutil frente al espacio, jamás como una ausencia y nunca como un despojo. Sin embargo, aquí mismo, sobre las rocas que se ocultan tras el muro bajo que separa la acera del mar, comenzó hace más de treinta años una saga de muertes con arma blanca que aún no ha terminado. Aquí mismo, decía, encontraron el cuerpo de una chica con nueve puñaladas. Se llamaba Julia Rowan y estudiaba música en la University College Dublín, la universidad católica. Todos los días, al igual que las otras víctimas que seguirían el mismo destino, utilizaba el tren; caminaba desde el campus de Belfield, un suburbio al sur de Dublín, hasta la estación de Sydney Parade y desde allí viajaba hasta Sandycove, una de las paradas en Dun Laoghaire, la más cercana a su casa en Hudson Road.
El 14 de diciembre de 1976, descendió del tren por última vez y, por alguna razón que la policía no tiene claro, fue a dar con sus huesos sobre esta roca donde alguien puso fin a su vida (la de ella) con nueve puñaladas. Era diciembre, pleno invierno, sobre las siete de la tarde aunque en esta latitud ya es noche cerrada. El crimen, según se puede ver en la hemeroteca, abandonó primero la portada y después las primeras páginas del The Irish Times para desaparecer sin más. Ocho años después, en noviembre de 1984, el cuerpo de otra mujer sería descubierto en las mismas condiciones: Abandonado al caer la noche con un sinnúmero de puñaladas. Esta vez la víctima era una actriz, Sheila Fitzpatrick, una chica de 30 años que ensayaba "¿Quién le teme a Virginia Woolf?" en el Abbey Theatre de Dublín. Sheila interpretaba a Honey, la joven esposa que acompaña a su marido, un nuevo profesor de la universidad, a una cena en el campus en la que se verán arrastrados por la ira y la frustración de otra pareja. La crítica inglesa, que suele asistir a los estrenos del Abbey, no pudo saber como hubiera sido la Honey que Sheila se traía entre manos. Una fría y oscura tarde de noviembre terminó el ensayo como siempre, sobre las cinco y al salir del teatro, cruzó el puente del río Liffey para tomar el tren en la estación Tara. En Dun Laoghaire compartía con una amiga una casa en Adelaide Street, muy cerca del puerto. El cuerpo fue encontrado en la pendiente que remata en la torre de Martello.
El olvido se hizo cargo del asunto hasta que en 1991, Marie Wayman, una abogada de 33 años que trabajaba en el Bank of Ireland, en pleno centro de Dublín, fue encontrada muerta a causa de una sucesión de puñaladas en el ascensor de su casa, un edificio de cuatro plantas en Upper Glenageary Road, una calle cercana a la estación de Glenageary, a donde llegaba todos los días después de tomar el tren en Tara.
A Marie le siguió Claire y a Claire, Orlagh. Claire, la cuarta víctima ha sido la única hasta la fecha que murió en un coche, en el suyo propio, prácticamente frente a su casa, una modesta pero bonita propiedad junto al mar que compartía con su hermano discapacitado y una asistente social que lo atendía permanentemente. Esto ocurrió en 1999 y, seis años después, en 2005, Orlagh Dowdall, una psicóloga de 49 años que trabajaba en el departamento de recursos humanos de Air Lingus, fue hallada sin vida en los jardines de la casa alquilada por el Sinn Féin. A cuatro años de este último crimen no sólo el asesino continúa impune, sino que tampoco existen pistas que ayuden a resolver este caso, ya que más allá de lo que pueda pensar la policía se trata de un mismo caso: un solo asesino.
Leonardo Sciacia tenía razón: es la suerte y no el oficio los factores que iluminan las causas e identifican a los responsables de un crimen cuando este se esconde en razones poco comprensibles y ha sido perpetrado en función de una cuidada arquitectura. Pero también es cierto que muchas veces no se atienden las evidencias. Es que por lo general la policía tiene un plan (aprehender al asesino) y no una estrategia (descubrir al asesino).
Julia Rowan, la primera víctima, fue ultimada en el paseo marítimo, bastante lejos de la estación de Sandycove. Sheila, la actriz, acabó en la torre, a trescientos metros de su casa y en dirección contraria a la estación. Marie Wayman fue hallada en el ascensor de su propia casa; Claire, ya dijimos, en su coche y la última víctima, en el jardín de la casa del Sinn Féin. Es obvio que el asesino antes de matar a sus víctimas, las conoció y ganó su confianza, de lo contrario es imposible que la actriz hubiera caminado con él hasta la torre o que Claire le hubiera llevado en el coche o que Marie le hubiera invitado a su casa: por eso murió en el ascensor. ¿Dónde conoce este hombre a las mujeres? En el tren. No es tan difícil. Si se dispone de tiempo, al igual que lo dispongo yo y se puede buscar con calma y tiento una víctima.
Sin prisas: sonreír, ayudar a subir un bolso, levantar un libro que se cae, en fin, todas las posibilidades que el azar le suministran a un hombre dedicado en cuerpo y alma a la caza de una mujer. No hay prisas porque entre la primera y la segunda víctima pasaron ocho años, de 1976 a 1984; el menor espacio de tiempo transcurrido entre dos asesinatos fue de seis años. Es más que suficiente para intentarlo varias veces hasta que se conecta con alguien como Sheila Fitzpatrick, por ejemplo. Se la avista en el tren, en la estación de Tara, mucho antes incluso de que comenzaran los ensayos de "¿Quién le teme a Virginia Wolf?" Podemos conjeturar mil posibilidades, pero lo cierto es que la noche del 22 de noviembre de 1984, bajaron juntos del tren y se fueron conversando animadamente hasta la torre. ¿A qué? ¿A qué pueden ir un hombre y una mujer que se atraen una noche fría a la cima de una colina, antes de la cena, frente al mar de Irlanda? Sheila fue a cobijar catorce puñaladas en su cuerpo. Al igual que Marie Wayman, la abogada del Bank of Irland, que le abrió la puerta de su edificio o, más curioso aún, Orlagh Dowdall, la psicóloga, que aceptó entrar con él a la casa del Sinn Féin, un punto interesante ya que la mujer tenía simpatía por el grupo nacionalista según contó su hijo, quien destacó el hecho como una paradoja.
Comparto con De Quincey la idea de que el arte es un fin en sí mismo, y que si se practica el asesinato por sí mismo y no como medio de venganza o de obtener dinero, es un arte. Y en este caso, estamos frente a una de sus máximas manifestaciones. La de un artista que lleva más de treinta años dedicado a la sofisticada tarea de atraer a sus víctimas hasta le red y escapar indemne, con limpieza, sin dejar rastros pero sin ocultarse, ya que como acabo de explicar actúa ante los ojos de todos, frente al saber de todos, repitiendo el uso de la misma arma en cada intervención y dejando por delante el tiempo suficiente para elaborar conjeturas, buscar pistas y descubrirlo.
La policía espera un nuevo asesinato. Si el anterior fue en 2005, la lógica nos dice que pasarán seis o siete años antes de que ocurra alguna novedad. Pienso que puede ser el último: es una cuestión cronológica. El primer crimen fue en 1976 y la víctima tenía 23 años; el siguiente ocurrió en 1984 con una joven de 30, la actriz; en 1991 vuelve a intervenir ante una mujer de 33; ocho años después, en 1999 asesina a la archivista de 38 años y finalmente, en 2005, mata a la psicóloga de 49 años. Si suponemos que era ligeramente mayor que su primera víctima, la estudiante de 23 años, podríamos aventurar que en 1976 tenía 30 años; siendo así, hoy es un hombre de 63 que estará merodeando mujeres de poco más de 50 años, por lo tanto, si concreta el próximo crimen dentro de cuatro o cinco años, ya será un hombre en el umbral de los setenta. Convengamos que es una edad difícil para alguien que anda por el mundo seduciendo mujeres para asesinarlas con una docena de puñaladas y después huir. De allí que piense que podemos estar ante la última performance del artista de Dun Laoghaire. La verdad, sería una pena dejar caer el telón. Alguien con la misma disponibilidad de tiempo y con un talento similar podría continuar la obra, no sé, ¿veinte años más? Nadie sabría que habría sido ejecutada por dos artistas y la confusión temporal generada por su extensión en el tiempo, daría pie a muchas interpretaciones, todas desmesuradas, claro. Es lo que pasa cuando se abre de un golpe la puerta de lo sublime.
Si se puede expresar, puede ocurrir, escribió Richard Ford y yo comparto.
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