Jue 02.02.2006
rosario

CONTRATAPA

ANTES

› Por Jorge Isaías *

Entonces todo era tan breve que cabía en una mirada, en una sola mirada, en unos pocos ﷓poquísimos﷓ pasos o en el abrazo acogedor de la madre.

Todo lo que no era pasible de ser abarcable eran esos espacios abiertos: cielos, callejones, alejados del pueblo, bandadas de golondrinas erráticas, las inconmensurables noches de todo el invierno y la sofocante beatitud de la siesta. Y, por supuesto, el enigmático y cerrado mundo de los adultos, que nos estaba absolutamente vedado hasta el extremo de no permitirnos hacer preguntas fuera de momento, pedir permiso para toda actividad que no fuera la escuela y las rígidas normas domésticas.

Lo demás era todo nuestro: la pesca en los cañadones cercanos, la caza en los callejones que orillaron paraísos añosos, la ocupación de todo baldío con una pelota de fútbol picando entre nosotros, las copas de todos los árboles, las esquinas bajo una languidecente lamparita que se bamboleaba en las esquinas las noches de los veranos impiadosos con una arracimada invasión de mosquitos y los coleópteros que recibían nuestra sañuda persecución inocente y malvada porque sí.

Siempre he sostenido que aquellas primeras experiencias de los niños en los espacios abiertos son, amén de inevitables, para no ser olvidados hasta el último minuto de la vida. Porque en verdad, imaginar y aún perpetrar juegos y travesuras con el único límite que nos imponía alguna regla sagrada ﷓no matar un hornero, no romper un vidrio, esto siempre y cuando no se enteraran los padres﷓ no era para nada olvidable, ya que la felicidad que nos daba estar seguros, sentirnos protegidos por la mirada de los vecinos no es nada común en las ciudades populosas y tal vez tampoco lo fueran en aquellos años remotos.

íCon qué poco éramos felices entonces!. La pobreza de nuestra casa era digna, ya que mi padre ﷓gran trabajador pero de genio irascible﷓ proveía una existencia tranquila y responsable, y esa pobreza era compartida por el resto de los chicos amigos y vecinos, los que vivíamos en aquella orilla del pueblo, donde las casas estaban desperdigadas y sus patios eran hondos y tenían árboles frondosos donde no faltaba una higuera, un limonero o una planta de fragante naranja y sus gallinas picoteaban bichitos esquivos y sus quintas explotaba de rojos tomates o rojos pimientos o verdes albahacas.

La profusión de jazmines de una de las casas vecinas dio nombre al barrio más bien lleno de flecos baldíos que de casas, pero lo llevábamos con orgullo. Un orgullo que persiste, creo, hasta hoy. pocas cosas se necesitan en aquel alto tiempo que ya no vuelve, que a nuestra memoria se aparece perfecto y que casi con seguridad no lo fuera o no haya sido nunca. Pocas cosas, digo, una gomera, una pelota de goma y si fuera de cuero, mejor, un caballo de caña de Indias, unas latas viejas para guardar mariposas que cazábamos con ramas de tamariscos, peladas, un grupo de ajadas revistas de historietas que nos pasábamos y nos devolvíamos casi con religiosidad y que leíamos bajo las sombras de los coposos "siempreverdes" de la vereda de don Clemente Gerlo. Esas revistas cuyo origen era siempre incierto y que vendrían en cadena, de otras manos de la familia de alguno o hurtada a los hermanos mayores, los que los tenían. No era mi caso.

Estaba también la inmensa felicidad de los días de lluvia, con sus tortas fritas rituales, cuando el colesterol era una palabra que no existía en nuestros magros diccionarios de entonces, o los pastelitos de la madre o de una tía obsequiosa o las vecinas que acercaban un plato exquisito de mazamorra o arroz con leche "para probar" como se decía y cuyo plato no volvía vacío, sino repleto de ciruelas maduras o damascos o duraznos o alguna otra fruta de estación.

Muchas veces me he preguntado por qué recuerdo aquellas primeras percepciones del mundo y si será verdad aquello que afirmaba Pavese que el cerebro de un niño es una matriz primitiva, pero a la vez indeleble, que marca esos momentos iniciáticos para siempre.

De ser cierta esta aseveración del gran escritor piamontés, agradezco a la vida y para siempre, haber vivido con aquellos cielos, mirando aquellos girasoles furiosamente amarillos y tratando de hacerle la vida imposible a todas las mariposas, a todos los sapos, a todos los gorriones y a todos los vecinos que se atrevían a tener jugosas sandías o dulcísimas ciruelas o duraznos goteantes.

También agradezco haber vivido aquellos amaneceres gloriosos o aquellos crepúsculos de trigales ardiendo mientras una bola de fuego pacífica se iba hundiendo en la tierra ante el mirar azorado de toda la barra de chicos sentados en aquella perdida gramilla verdosa.

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