Martes, 6 de octubre de 2009 | Hoy
Por Rubén Darío Musante *
En la ciudad junto al río, la barbarie se apoltrona en un palacete francés y se disfraza la testa con una vincha robada. El hombre gira, experto en buscar objetivos y la cámara inmortaliza en la cinta que envuelve su cabeza, una palabra escrita con sangre ajena: "legalidad". Afuera, en la intemperie, la señora de los ojos vendados vomita.
A medio camino entre la maldición del Dieciocho Brumario y la caricatura de tapa de la revista MAD, el chacal nos mira, nos demanda la abstracción jurídica: que la ley sea ley según sus propios términos. Una buena porción del país -curiosamente acuerda con él y la gente hace reventar los contestadores de las radios por la gravedad institucional del tránsito cortado en Oroño al 900. Es lunes, llovizna y hay que mirar hacia adelante. Las caras de los muertos en las pancartas asustan y por suerte el tiempo acompaña; bajo el sol brillante hubiera sido intolerable y la cantidad de radios, insuficiente.
En la calle, en el palacio decadente y en el aire que es libre, la civilización y la barbarie se revuelcan. Por ahora ganan los bárbaros, travestidos de finos, porque son machos, la tienen más larga y si es necesario: tacones y a lo loco.
Un nudo windsor perfecto ata al cuello tenso una corbata de seda y en cada hebra del género, Hanna Arendt y su Banalidad del Mal resucitan con hartazgo, para recordarnos otra vez los dulces aromas de la monstruosidad, que suele transitar a nuestro lado impecable, engominada y bendecida.
A diferencia del mar que devuelve los cadáveres, el pasado nos retruca, dobla la apuesta y arroja doctores merengues explícitos e irrefrenables. Aún con sed. Si todavía queda alguien afilando los cuchillos, debería aprender: el océano es inmanejable y el devenir de los años no es de fiar.
Lucio V. Mansilla en Una Excursión a los Indios Ranqueles contó con elegancia el fluir delicioso de las vinchas de los vencidos, dignas, flotando sobre cabelleras canas, al ritmo de los vientos de desierto; como al pasar, el viejo dandy experto en cogotes cortados, marfil y terciopelos, reflexionó sin privarse del cinismo, sobre las ventajas de ser civilizados.
"La civilización consiste en varias cosas. En usar cuellos de papel, que son los más económicos, botas de charol y guantes de cabritilla. En que haya muchos médicos y muchos enfermos, muchos abogados y muchos pleitos, muchos soldados y muchas guerras, muchos ricos y muchos pobres. En que se impriman muchos periódicos y circulen muchas mentiras. En que se edifiquen muchas casas, con muchas piezas y con muchas comodidades. En que funcione un gobierno compuesto de muchas partes como presidente, ministro, congresales, y se gobierne lo menos posible. En que haya muchísimos hoteles, y todos muy malos y muy caros".
Hoy es la calle desordenada; los malos clientes de buenos abogados; los autitos buscando escapar de la esquina colapsada; los tenientes rasurados, sin pelos y con señales; los deudos sin muertos, la luz amarilla del semáforo latiendo imparable junto al retrato de un chica que ríe. Los testigos pixelados. Una gota de verdad que dispara un diminuto y contradictorio big bang que se acomoda a sus anchas en los estrados y en las palmeras podridas, entre los cuidacoches y sus Señorías, entre los que están y los que nunca más.
Es además, la repulsión puesta en nueve letras raptadas: legalidad. Indemne y sin temor, la palabra vivirá para contarlo, persistirá a la rapiña. La civilización también es él, interceptando el registro de una foto, exigiendo insaciable su ley. Sonriente, impune, rico.
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