CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
Pascual Di Turzzi se entretiene con poco: desparrama abejas drogadas con un especie de formol que él detenta en su guarida por sobre las flores de plástico de la mesita de la entrada al comedor. Su abuela, perdida en ruinas de su memoria, capaz de confundir a un mueble con un elefante o de hablar con gente muerta mirándose al espejo, cree en la posibilidad de una primavera interna y cae rendida ante la evidencia. Corre hasta la cocina y riega las calas con un risita taquicárdica y enclenque. Pascual luego llama desde el otro teléfono que está arriba, en su alcoba y se hace pasar por el difunto Pepe y le reclama a Doña Asunta que así se llama la nona, el dinero inverosímil de una herencia mientras le dice que en el infierno donde está hace mucho, muchísimo calor. Pascual ya va para trece y ha dejado de jugar a la pelota con nosotros porque somos muy chicos para él, porque tiene novia y porque ha descubierto en esos juegos una maravilla superior a la de la cancha y los goles. Está creciendo como una ardilla flaca, dientudo y poderoso en su maldad de junco venenoso, sólo con su abuela demente y un tío mecánico que aparece en la noche para cenar, pedorrearse, cachetearlo por un casi nada y tirarse a mirar el noticiero. Triste es la vida de Pascual, y lo entendemos a pesar de que ya no quiere jugar con nosotros y prefiere hacerlo con su novia o su abuela. Le pone azúcar dentro del frasquito de la sal, pone un trozo de pan en la jabonera y hasta tiene un títere al que hace aparecer tras el cortinado y es con quien dialoga Doña Asunta, mientras enhebra el hilo con un fideo en vez de una aguja y acuna una gallina llamándola con el nombre de su hijo que nunca más vendrá a casa porque se le ha ocurrido morirse volando enredado en los cables su avión fumigador y era el papá de Pascual. El pibe dembula por la casa y ya no sabe que hacer para huir. Dice tener encanutadas las joyas ancestrales de la familia y pretende vivir como un pasha en Brasil. Ha intentado el tren, el colectivo y un taxi que lo traslade fronteras lejos, solo con sus cacharros, el bolsito y su novia baya que excreta una locura poderosa y superior en enjundia a la de él, porque ella es pobre, delgada y tiene la nariz afilada como una cortadera. Putos putitos, es su saludo y quien le ha contestado se ha comido un bife y el escándalo. Es una casa abandonada, alta, limpia pero ignorada de la ternura humana; si pareciera que no viviese nadie con sus tejados de grises sucios y su entrada galvanizada de rojo y el cucú de cemento a la puerta y la veleta arriba. Una casa de manicomio, crecida entre los tapiales, encorvada sobre las demás como si se las fuese a comer. A veces Pascual sintiéndose solo como un rey nos convoca a tomar la merienda y saciarnos con toda clase de mercaderías que esconde el tío en una bodega bajo la escaleras. Luego nos presta revistas pornográficas mientras nos pide que evitemos que la abuela se vaya a la calle y él se encierra con la chiruza cabeza blanca de su noviecita en su pieza de lo alto y suele dejar la puerta semientornada para que sintamos como ella ronronea en un sonido desagradable que la confunde con un gato enfermo, con una monstrua descabellada, cualquier cosa menos con una mujercita en cama. Tocamos el piano y manchamos las paredes con ceritas de dibujar; pateamos al perro mordedor y chiquito que tienen y hablamos con Doña Asunta que cree que estamos en guerra y nos dice que le avisemos, que ella va a estar escondida en el placard por si llegan los alemanes. Dele, abuela, dele tranquila continúa Toledo que no ha parado de hojear la revista Seximanía. Yo opto por el discos de los Beatles, esos porrudos que se peinan como Moe y lucen en la tapa cada uno en su cuadradito en blanco y negro. Unas lámpara a caireles llena todo de una luz boreal de palacio y andamos hechos unos zonzos enganchándonos con los cortinados, saqueando las paneras; disfrutando una guerra de mandarinas en el patiecito interno mientras el perro ladra y es pateado hasta no asomar más su morro en el hueco entre la mesada y la cocina. Es una casa sin amor. Lo sentimos. No lo podemos decir. Es una casa seca, de papel matelassé, una casa helada llena de cosas ricas y prodigios. Una casa que nos pone nerviosos al punto tal de soñar con incendiarla, borrarla con un fósforo de nuestra juventud porque en ella, detectamos toda la maldad del universo entero y porque en ella Doña Asunta se hace encima, hay sexo menos para nosotros y se ha convertido en el mausoleo del mejor número nueve que tuvimos en el Deportivo Zavalla, el Pascual Di Turzzi quien ha enloquecido definitivamente, abandonado las prácticas y lo hemos perdido en eso que tememos y se llama crecer, ser grandes y volverse idiota como todos los demás.
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