CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
El policía rodaba puro hombrote musculoso, bicicletita más adivinada que corpórea.
Chari saltó desde el césped que cortaba, reconectó el enchufe que se había aflojado y volvió al paso, clinch, todo me toca a mí, clinch, adiós Magdalena, qué tal los preparativos para la cena, siempre trabajo ¿no? ¿y si me pica una araña? clinch claro, a Luisa le pagan peluquería y modista, y una encima de aportar, de podar yuyos, de exponerse a las viudas negras, coloradas o albinas, mejor lo llamo a... hijo, hijo, vení te necesito.
Hijo se asomó y desapareció sin ser descubierto por la SIDE materna.
Chari dejó en vertical la cortadora y accionó a "no" el interruptor. Las manos ásperas, me salen callosidades, qué asco. Ganarse el pan con el sudor de las neuronas. Salvo Luisa. Salvo Paloma. ¿Tendré pimentón? A que la chica se olvidó de comprar. "Hijo, Héctor", reclamó, empapé la remera, sudor, agachar el lomo, la cabeza.
El policía arrimó su bicicletita al cordón rajado y la apoyó muy cuidadosamente sin mirar otra cosa que el pie de metal. Se quitó dos broches para colgar ropa de las botamangas del pantalón. Controló el impecable lustre de los botines negros.
"Buenas tardes. ¿Lo busca a mi esposo?". El policía morocho, bigotes hirsutos, rostro rubicundo alcohol y calor descorrió el telón. "No. A usted la buscaba". Sacó un papel.
¿A ella? Trató de alzar el estómago y ponerlo en su lugar.
Siempre la asustaban con el vigilante: el vigilante te va a llevar si te portás mal. Conjuraba el peligro con la fórmula mágica: vigilante culo picante. Pero se asustaba lo mismo.
"¿A mí?" (Dios mío, qué pasó, si yo no hice nada, lo juro. ¿Hice algo? Se han denunciado más casos de tumbas NN en cementerios bonaerenses. Más.)
"Usted es doña..." (el policía desplegó el papel y lo estiró torpemente sobre la áspera corteza del olmo. El dedo bajó, la señora de Candall pasa y me mira ¿qué mira? me tocó, tenía que tocarme alguna vez. A todos mis conocidos). "¿Doña María Adela Irizar?", acribilló con mucha pausa y excelente puntería el agente.
"Sí, soy yo, ése es mi apellido de soltera, déjeme ver" (soy yo). Sacada del montón, individualizada, cabeza fuera de la ola. ¿Por qué se ve tanto la cabeza que sale de una ola? Me tocó. Basta que a Lila no. Ojalá.
El policía dobló el papel, buscó en un bolsillo sabido la birome, estiró de nuevo la hoja, dibujó con lentitud una cruz al lado de su nombre y apellido. "Va a presentarse mañana a las nueve, en la Comisaría".
"Pero mañana es domingo, señor".
"Sí, claro". Guardó la birome en el bolsillo sabido y el papel en el que le corrrespondía. Luego rebuscó un peine negro y lo empuñó con calma.
"¿Es por algún asunto del auto? ¿Rocé a otro coche? No me di cuenta. (Explicate, caracho. Hablá. ¿Así comenzaron las historias de desaparecidos? No, cada vez tienen un principio diferente. El suspenso en el principio. Cómico. Tan cómico. Comiquísimo.)
"No sé por qué es, señora. Hay mucha otra gente citada". Se sacó la gorra. La apretó entre las dos piernas cuidando de no ajar la visera y se repasó la cabeza con el peine. El pelo negro brillaba brillante brilloso brillantina glostora, familia de palabras.
"¿Hay mucha gente? ¿Quién? ¿Quiénes?"
Él sopló los pelos enganchados en el peine, repasó los dientes de éste con toda su atención, las cosas hay que hacerlas bien o no hacerlas, lo guardó, acomodó el kepi ladeándolo hábilmente, se lo calzó, "no me acuerdo, señora".
"Están anotados en ese papel que tiene usted ¿no es cierto?"
"Tengo que avisarles, señora. Uno por uno. Con esta temperatura".
"¿Puedo ver los nombres?"
"Comprenda: ¿cómo quiere que me acuerde? A mí me dieron una lista de veinte, ninguno en la misma cuadra. A Gaitán nada más quince, señora ¿por qué?"
Chari sumó veinte más quince. "¿Me deja ver los nombres?"
"Eso es injusto ¿no? A mí, veinte; a él quince, un sábado con este calor".
"Puedo leer, por favor, esa lista", "Tampoco es para que me grite", "Perdone, no quise...", "¿Y si me arruga la citación?", "No le voy a hacer nada al papel", "Todos se ponen nerviosos, bueno, tome, vea. No, mejor no" y sustrae la hoja, Chari alcanza a ver el nombre de una monja del hospital mientras se desenvuelve el imperturbable arrepentimiento del policía, que, calmoso, dobla por las mismas marcas la hoja y vuelve a colocarla en el bolsillo de siempre. Chari recaba: "es mi enemigo", si tiene que llevársela a ella, la llevará, y si tiene que apuntarle, apuntará. Un hombre tan inofensivo. "¿Y si me caigo?", mejor se apoya con su mareo en el olmo. "¿Es para tanto, che?" protesta Héctor, su marido, apareciendo y dirigiéndose a la cortadora: "¿Al fin, vas a terminar de cortar los yuyos o no?". Chari menea un pálido no. "Ves. Lo único que te interesa es armar escándalo y después, tan tranquila". El marido pone en marcha el estrépito del aparato, cubre el mundo con el motor que tala, aplasta, baja, pisotea yuyos y se aleja mientras ella, mañana a las nueve, en la comisaría, presentarse puntualmente, alzando antes ansiolíticos, metiéndoselos en el bolsillo trasero del vaquero, píldoras para la presión, partiendo, ella ¿volverá?
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