CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
Jugar en lo del Cordobés y no tomar vino era lo mismo que no jugar. Aún recuerdo la cajita rugosa, un tanto chueca de chorreada, reblandecida en su base con el dibujito del toro manchado, pasando de mano en mano; ellos saliendo de los conventillos que en un tiempo fueran prostíbulos y que guardaban esa rancia figura de paredes rasposas y tablones dispuestos verticales como columnas para que no se pueda espiar. Entrever gente arracimada, humo, muchas criaturas y esa fecundidad entremezclada, malnacida y fiera de pobres con delincuentes. Ellos jugaban conmigo sin hablar. Yo jugaba con ellos sin decir palabra. Andaba por esa época por los diecinueve y había decidido suicidarme. Aún no tenía la forma pero ese extremo, de jugar de arquero para ellos, ese olor a tristes arrabales mortuorios anticipaban mi suerte. Buscaba yo el alto edificio donde tirarme pero no lograba entrar sin ser visto; buscaba el tren que dilataba su arribo, el arma que no conseguía y la barranca con alambres de púas donde abajo el río cimbreba como una culebra. Yo esperaba el paso de los días con una confianza en morir que me tornaba invencible: El miedo y el dolor eran un conjuro que no sentía en mi contra. Ni miedo de dejar esta espina con heridas ni dolor físico. Por eso me había convertido en un arquero de manicomio que salía al choque, que nada le dolía; sacaba todo lo que le tiraban, que era felicitado pero ni agradecía, por eso el vino, el orín caliente tras el ombú y a trotar entonados con la tardecita del sábado con un pozo abierto por donde caía cuando me quedaba solo y ya no era del Cordobés, ni de ellos, ni de sus ráfagas de malevos turbios, hijos de hijos de maleantes y podridos dueños del cuchilleo, la trompada a la esposa y el escruche.
Era mi honda pena adolescente apretujada en un odio descomunal. En eso andaba: Como no me suicidaba me iba matando de a poco hasta que un día, suponía yo, toda la ira acumulada iba a explotarme en la cara con su cartucho de ira o en el pecho o me quebraría el cuello en una mala salida y quedaría tirado allí, enfriado y yéndome morir. Les pegaban ellos hasta a las palomas. Eran malos de verdad y todo contrincante era un animal espúreo al que habia que pisarle la cabeza. Todos los equipos allí perdían o cobraban y yo, el más imbécil suicida de todos estaba de su lado, en las filas asesinas, reidores de dientes sucios y putas que se tornaban en novias para luego ser regenteadas por ellos, devenidos en cafiolos jovencitos.
Era cerca de Pichincha y yo anhelaba morir. La cajita de vino no me nublaba, me hacía orondo y sereno en mi depresión; salía desguarnercido a morir en un choque y eso, esa locura animal que me absolvía de morir abría a mi paso una aureola de alambradas filosas y también un reinado de admiración que sabía recorría las filas de los soldados que cuidaban mis palos. Ellos eran criminales pero supieron distinguir entre un pintoresco y un demente. No digo que me temieran más bien habitaban la superstición del que reconoce a un infradotado sino que me respetaban a fuerza de verme dar cabezazos contra las nucas o contra los ladrillos que hacían de arco y salir airoso.
Se jugaba entre risas y chistes de sus ambientes; a mi me llegaba todo aquello como en sordina: Cuando uno está muy triste o enloquece lo primero que se pierde es la audición. Además, bien poco me importaba lo que hablasen: yo venía de mi yugo cadavérico; me cambiaba, tomaba un poco de vino, luego atajaba como un monstruo lleno de rencor y hastío.No me importaban sus decires, sus mugres anticipatorias de familias que armarían igual a la que tenían, ni toda esa carne de presidio, estúpida, inerte, sin brillo y más lúgubre que yo mismo, un finado casi.Pero sucedió aquello. Lo supe un rato antes, me había pasado una vez y era lo mismo solo que fue incontrolable: Sentí de pronto que todo se abría, musical y enérgico y que latía de nuevo. Como se sale de coma, como se resucita. Tuve una semisonrisa, bajé los brazos armados para el despegue. Recibí un pelotazo en la cara y el gol. Me repuse del golpe pero me reía. El dos me miró serio: Era un armador de juego allí abajo, reconcentrado y mi carcajada lo fastidiaba. Una pelota aérea, suave cayó a mis pies y me pasó por debajo del izquierdo. Gol. La fui a buscar entrecortado de dicha y con el resto de risa que me estaba quedando Che, ¿te pasa algo? Interrogó el Cordobés. Está en pedo, dijo otro. Yo reía. No, es que me dí cuenta que soy un boludo estando acá y pensé en la muerte, en querer dejar el mundo y todo me pareció de repente vergonzoso y pueril. Había terminado el hechizo, de repente. Debía irme. Cuando dieron el pase el nueve de ellos encontró el arco vacío. La empujó con temor. Estaba yo cambiándome detrás. En calzoncillos miré los altos barracones, las casas feas, el mundo patinoso en donde había estado y una angustia bella, de esas que te ponen alas en los pies me azuzó a irme de ahí para siempre.
Entendía por fin la epifanía de los santos, el enamoramiento, el fin de las batallas o el salir campeón del mundo. El mundo hostil de mi alma oscura se había disuelto, no sabía bien cómo. Miré para atrás: Hasta habían suspendido el partido para verme. Y me dieron pena con sus bramidos y su mugre pues me sentí airoso, eterno, escupiendo en una baba larga y certera todo el feo mundo que ya no me volvería a atrapar. Ahí sentí el empellón de la chata y luego nada más, solo un largo raspón sobre el pavimento poceado y mi sonrisa, porque seguía sonriendo pese a todo porque estaba a salvo.
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