CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
Y desapareció don Estévez de su esquina donde vendía y canjeaba libros usados los fines de semana, y de la peluquería donde se podaba los bigotes pagando con revistas viejas que agregaba a la mesita de la que se surtían los parroquianos, y de las reuniones semanales en el bar La derrota, durante las cuales redactaban el boletín anarquista que no dejaba títere sin cabeza calzándose camisa de once varas y cuidá un poco esa boca, Alejo, pero él no se avenía a admitir listas negras de poderosos con los que no hay que meterse, intocables, y terminaba apaleado por encapuchados y con carteles golpeados en los ojos como avisos de advertencia y hasta una noche, tres años atrás, Rosario, su madre entre perdida y decidida, había intentado coserle la boca mientras repetía "no voy a dejar que atentes contra los diez mandamientos", y arremetió sobre la boca del herético con cierta reminiscencia de su oficio de enfermera, pasándole antes un anestesiante casero de cloroformo y alcanzó a zurcirle un par de puntadas, el Estévez de sueño duro pegó alarido, se arrancó el hilo y sin respetar el matiz religioso de su madre, siguió por aquí y allá en revoloteos por las calles del barrio codiciando la mujer del prójimo, deseando el bendito molino privado, negando el nombre de señor a los señores y queriendo encontrar algo equivalente a su debut en la adolescencia, cuando se le había puesto, a los quince años, que iba a tomar el templo de San Miguel porque los hipócritas lavaban sus trapos sucios confesándose en una iglesita donde el máximo pecado ventilado había sido el de un señora con equivocaciones de cama más veces de las que permitía la honra, y Alejo lo había consumado, y plantado para siempre ese "agarrate Catalina" en la cabeza de su madre; había copado el templo, cerrado con candados de su autoría los dos accesos, el del frente y el que daba a las dependencias anexas de la parroquia, dejando que flameara afuera una bandera ultrajante: "la religión es el opio de los pueblos" y cuando el cura que lo había bautizado quiso entrar y no pudo, le preguntó desde la puertita que daba al pasillo "cuánto tiempo pensás quedarte, Alejo", y "para qué quiere saberlo, ave negra", "porque si no voy a tener que pedirle al Municipio que me preste la placita Buratovich para las procesiones del uno de noviembre", Alejo le espetó un discurso sobre la inquisición y el cura Romero trancó la última puerta y se mudó provisoriamente a la casa del vecino, beato Ríos, con el que tomaban una cerveza fresca a la noche, en la vereda, mientras miraban ocasionalmente hacia la iglesia; y "¿no va a llamar a la policía para que me detenga, curachón?", "no, hijo" le contestó el padre Romero, "¿y cómo no la va a llamar?", "que duermas bien, hijo" (ese hijo le machucaba las orejas a Alejo porque carente de padre legal se decía por ahí que el cura podía haberlo engendrado en la veleidosa joven Rosario que no hacía cuestión por las sábanas benditas, o no, del colchón de jugueteos). Quedó Alejo en la nave parroquial sin comida ni agua ni papel higiénico hasta que se hartó de mirar a los santos y el olor a incienso le revolvió el estómago y alcanzó a aguantar casi dos noches. Cuando salió con precauciones, el cura le hizo adiós con la mano desde la vereda de enfrente donde bebía chopp con el beato, y agregó: "dale mis saludos a doña Rosario y decile que yo te perdono", Alejo aceleró el paso para no oír el maldito "hijo" final de la frase y se olvidó de descolgar el cartel "Templo tomado por la libertad" y la bandera con la frase del opio, calmate Alejo, pero Estévez se nos había desaparecido justo cuando se proponía algo grande, "me vuelvo viejo, hay que escalar el Everest" algo gordo gordo como carnear a un chancho burgués antes de retirarse, y según Tino, del grupo Liberación, el proyecto consistía en robarse una locomotora del ferrocarril privatizado, llevarla por vías clausuradas a través de campos nuevos y ciudades abandonadas que Alejo conocía de su pasado de ferroviario, y pintarle en cada vagón carteles de expropiación popular cosa que no cosecharía aplausos entre los matones de seguridad de la empresa pero él plantaría su banderita en el Everest; Alejo descosía la boca en risotadas aunque Lamar, el secretario de actas del grupo, contara confidencialmente que lo que se proponía Estévez era sabotear la usina y dejar sin luz al motor financiero de la zona a cualquier hora en días salteados, pero había desaparecido y se terminó Estévez. Con un ojo aquí y otro allá se supo que la mujer e hijos lo mantenían atado en una cama, con las manos esposadas pero lo suficientemente separadas como para que el libertario pudiera leer y leer, sin privarse de maldecir a su familia; se supo por orejas bien puestas que un agente de policía (antiguo enamorado de Andrea, esposa de Alejo y madre de familia de buenas costumbres) la había visitado para mantener una charla privada: o lo paraban en su casa al anarquista o iba a dar a la cárcel in eternum: en la comisaría lo estaban esperando con los garrotes listos; don Alejo planeaba coparla en golpe comando un domingo, (la seccional se vaciaba de agentes por la custodia de canchas), liberar a todos los encausados por delitos contra la propiedad, detonar alguna bomba más o menos simbólica pero ruidosa, y cubrir de desprestigio al comisario y la institución, "se la tienen jurada, y mal", por lo que la familia decidió inyectarle una medicación contundente: tenderle celada entre el hijo mayor, el menor y la llorosa esposa, encapucharlo con una bolsa de arpillera, y amarrarlo en el lecho cogote para abajo. Quedó él en la cama, su cabeza giratoria como ventilador furioso.
Lee y maldice, Alejo Estévez. La gente del barrio, incluidos los camaradas de militancia, dudan sobre el plan de acción más conveniente: si soltarlo y que el anarquista termine enrejado por el sistema vencedor y hegemónico, o mantenerlo como una paloma en coma, hasta que las cadenas de oraciones que impulsa doña Rosario terminen convenciendo al cabeza dura de que desista de escalar su Everest. Eso sí, la retractación deberá jurarla sobre un tomo de Kropotkin.
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