CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
La cuadra toda tenía el hechizo encapsulado en los motes y con ellos la leyenda. Una forma de prolongarse en el tiempo y dejar una huella en el cemento fresco de las familias, de toda la tropa de hijos, patios, esposas, carros, vendedores, olores, cuentos. Los Campanella eran Campana dado que todos sus miembros ostentaban una panza anormal que les sobresalía por debajo como un volado de carne. Luego estaban los Cara de Auto, dos solterones que vivían en una casa enana con su madre y manejaban cual buque nodriza un Oldsmobile negro, cucarachón que portaba un hocico igual al de sus dueños. A veces para matizar el cuadro se llegaba el Bicho Canasto, un viejo que manejaba un triciclo con las piernas muertas encorsetadas dentro de un tubo de mimbre que se accionaba con una palanca a la que había que subir y bajar según la velocidad deseada. Al lado la Vieja Coquito, cuyo ojete era un coco parado y, alto y redondo que la hacia caminar inclinada. Luego Agipgas, de nombre Delia cuyas pantorrillas evocaban deliciosas garrafas de quince kilos sumergidas en tacos bajos. La Virgencita, una delicada solterona de gafas preciosas; serpiente letal transmisora de entuertos y enjuagues. El Villano, deformación de Villani, policía alto como una puerta, dientes de caballo y manos de monstruo que salía en bicicleta haciendo leves ochos pues supuraba vino como un manantial. La señora Petrona de Gandulfo, encargada de tortas y tan pringosa como una de ellas, recargaba de crema, buenas intenciones y cornamenta al tono. Porque ella, sin saberlo ostentaba una grande como una parra pues el marido pintor se sabía era una máquina de bombear mujeres ajenas. Los Vicentillos, familia española a la que no se les entendía una mierda pero siempre dispuestos a la fiesta comunitaria, a las trompadas justicieras y el pedorreo socarrón. Por equilibrio, junto a ellos, medianera tenebrosa de por medio vivía Boris Karloff, un jorobado con hijo estudiante de Medicina al que le señalábamos un futuro de cadáveres, morgues y nocturnales experimentos en castillos. Luego Laurita y sus ventanas abiertas con telares blancos y los cigarrillos Virginia Slims que fumaba a la vista de todos regresando y descendiendo de autos descapotables rojos, con una familia dichosa, comunista, de buen pasar. Al fondo, como con vergüenza el pasillo erizado de vidrios donde vivían, unos sobre otros esa gente difusa sin edad ni origen: chilenos de obras, algún maturrango perseguido, correntinos pacíficos, carne de puertos o puertas, familias sin hogar y hogar sin familia. Esa sola cuadra era el muestrario del mundo. Y eso que estoy hablando de una sola vereda. Enfrente y del lado oeste estaba la Tetona, una dromedaria sonriente y fea pero con dos atributos como para ensoñarse en pajas siesteras. Al lado, la academia de música y solfeo, refugio de excusas para no estudiar nada y pasarse la vida en la cocina mateando. La escobería con sus laburantes sudando, chifladores de las chicas; el pasillo donde vivía un norteamericano de dos metros con una rubiecita ínfima,ambos testigos de Jehová. Luego Cachuli, vendedor de pollos con patio de tierra y hembras en batones y en batas e hijos, muchos hijos sueltos por todos lados. La Casa de la Mantecol, con su pelo en degradé, alemana escapada del Tercer Reich junto a la casa gris de Otto otro alemán pero de los buenos junto a su dama, una sorda mansita que siempre sonreía, aun cuando fue atropellada por un cohete en plena Navidad. Y la casa de las pequeña Lulú, madre soltera y niña pomposa en vestiditos. Venía luego una casilla con verdines, sospechada de timbas y algo más que regenteaba un taxista de ojeras negras que no saludaba a nadie y que nos odiaba porque el muy desubicado pretendía dormir la siesta cuando nosotros jugábamos a la pelota. Y la casa de Enrique y su mastín de cabeza negra y su mamá apaleada y su padre obtuso que cayera preso luego de una trastada con paliza incluida y finalmente llegando a la esquina este la casa de la Demente que vivía en el altillo y que tiraba comida, colchones y hasta su propio perrito blanco desde las alturas de sus minaretes árabes. Y en el medio de la cuadra, mi casa, pasillo, alero inglés, tubería que rebalsaba sapos durante las tormentas, al fondo un limonero, un cerezo, mi padre engrasado y mi madre con su radio y mi hermana lejana en tierras de revolución.
Una noche, en un esquina, cuando regresaba de un mandado pude obtener la satisfacción más alta por boca de dos señoronas que hablaban de mi casa y de mí. Ahí, ve, ahí por donde pasó Esteban está la casa del pibe loco, el Adrián.
Asignarme locura fue haber abrazado al fin la tierra exótica, el ser distinto, la eternidad, la muerte. Ah, el Loco y esa noche no comí, me dejé llevar por el orgullo que al fin me habían descubierto y me había convertido en un ser peligroso, pleno de misterio y de enigmas.
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