CONTRATAPA
› Por Irene Ocampo
Un taller es un taller. Pero este no es un taller común.
Hace dos años que con la Negra salimos a bailar todos los 24 de diciembre, después del brindis. No importa con quién andemos, y si estamos solas más todavía.
A veces nos encontramos una hora antes de que abra el boliche. Es uno que pasa cumbia y ahora, después de que le insistimos un montón, también rock nacional.
El lugar es bastante horrible, como todos los boliches que conocemos. El dueño es un delincuente peor que Chabán.
Yo tenía ganas de bailar acumuladas desde la semana anterior que no había podido salir. Esta vez, se nos unió la Colorada, que andaba suelta y con ganas de divertirse. Por suerte yo también. Nos llevamos muy bien, somos del mismo signo, yo le llevo dos años. Cuando ella está deprimida, yo también, y cuando yo me enojo, a ella también le agarra la loca, y nos peleamos juntas. La Negra, que ya nos conoce, nos deja tranquilas.
La Colo trabaja en el taller de electricidad del automotor del padre. Le va bien, cuando se murió el viejo, ella ya tenía un montón de experiencia, y pudo mantener la clientela del padre y llevarse algunos clientes del taller donde laburó antes. Desde que murió el viejo, festeja Nochebuena en el taller con sus compañeros y familiares y vecinos.
Me gusta la Colorada, desde hace mucho. Y ella me quiere por temporadas. Ya éramos amigas, cuando conocimos a la Negra. A ella le costó entender cómo podíamos ser amigas, y a veces amantes, pero se acostumbró... Bah, más o menos.
Bailamos separadas hasta eso de las tres y media, y cuando fuimos al baño juntas ella me preguntó: "¿Qué te parecen unos lentos?" Yo le dije: "¡Dale!". Y salimos de la mano.
Esperamos hasta el tercer tema, justo con ese de Patricia Sosa que dice: "Esta noche no me pidas nada/ Solo endúlzame los oídos".
La Colo estaba tan linda, de pantalón, como siempre, y una camisa azul Francia de seda que le quedaba un poco ajustada. No hicieron falta muchos más temas, al tercero nos miramos y ya estábamos saliendo para el llerta.
Y aunque un taller es un taller, éste no es un taller común. En la oficina hay un sofá cama que la Colorada usa a veces cuando se tiene que quedar alguna noche ahí.
Ella se me acercó y sentí un latido frenético adentro mío.
Un saxo entibiaba las paredes con fotos de esas que hay en los talleres de autos...
Su boca en mi boca se convirtió en vino del mejor.
Los pies desnudos tocando la otra piel. Roces. Unidos rodeaban la espalda de la otra.
Ella quería ser llevada a la cúspide del placer. Y yo no quise resistir su pedido: "Te espero, y llegamos juntas", me dijo.
Sacudidas, tirones, mordiscos. A la tierna vehemencia de encontrarse en el movimiento, en el músculo tenso que aprieta y las manos que acarician. Así ella devoraba mi deseo. Con boca y dientes, con ojos en los míos, habitándome otra.
No era la novedad del lugar lo que hacía de este momento, uno distinto. Había algo que no se podía tocar que me subía desde el pecho hasta la garganta, como una energía, como una emoción.
No creo que fuese la sidra que había tomado en el brindis. Ni tampoco los petardos que cada tanto se escuchaban que tiraban los vecinos. De una eran los besos de la Colo que me producían un efecto embriagador. Y era su piel sobre mi piel, expandiendo mi cuerpo más allá de mí. Y era el calor veraniego de las fiestas de fin de año aumentado por el calor de la pasión.
Y era todo eso, y también algo más.
"Feliz Navidad, amor", me dijo en el momento en que volví en mí.
Se descorrió un velo. Descubrí a la otra Colorada.
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