CONTRATAPA
› Por Mario Alberto Perone
Camino por la Peatonal Córdoba. Cargo conmigo mis muchos años y mi desparejo contorno. No estoy precisamente orgulloso de eso. Camino lento, quizás más lento que lo que en realidad podría. Miro todo. Es sólo lo de siempre. No espero sorpresas, ni siquiera algunos cambios, por leves que fuesen. Delante de mí camina una señora alta, bien vestida, elegante. Lleva de la mano un niñito de cuatro o cinco años, que luce bello como los niñitos de las fotos publicitarias: cabello rubio rizado, ojos castaños, piel luminosamente rosada, casi blanca. Me adelanto, los sobrepaso y doy vuelta para mirarlo. Soy yo a esa edad. El niñito no puede ser más idéntico a una foto mía que guardo en un placard. Los detengo. La señora se sorprende y lo aprieta contra su cuerpo. No puedo contenerme, la saludo, le digo que no se asuste, que sólo deseo hablarle del niño, admirarlo. Le pregunto cómo se llama y me dice: Mario. Le pregunto ¿Y ese nombre? Yo no se lo puse, me dice. Estaba escrito en el borde de un pañal, agrega. No le pregunto por un posible segundo nombre porque no sé que haría yo si me dice: Alberto. Pero aclara que no es su hijo. Le pregunto con toda la cortesía de la que soy capaz sobre esa pequeña vida que lleva de la mano y me dice que lo encontró. Le pregunto dónde y me dice que en San Justo, era recién nacido y estaba abandonado en el umbral de una casa, creía ella que la dirección era Gobernador Cabal 572. Le pregunto si tocó el timbre de esa casa, y dice que sí, y que no había nadie. Le pregunto si nadie lo reclamó, y me dice que no, que nadie lo reclamó. Y dice que ella lo está criando y que lo ama más que a nadie en el mundo y que él, el niñito, la ama a ella como si fuera su madre real, y que jamás le dirá que no lo es, y sigue diciendo que el niñito está anotado como propio y le ha dado su apellido, sin decirme cuál es y lejos estoy yo de preguntárselo. Y da la vuelta y camina velozmente en dirección contraria a la que traía, agarrando al niño con fuerza, y desaparece entre la gente que va y viene. Quedo parado, mirando rostros y nucas y todos me empujan y no me importa. Quiero ir a mi casa y busco el colectivo que me llevará a Gobernador Cabal 572, San Justo. Sé que mi domicilio es otro, pero no recuerdo, en este momento, ni la calle ni el número. De todos modos, pienso, allí tampoco hay nadie.
Camino, como siempre, por la Peatonal Córdoba. Conozco de memoria el recorrido que hago, casi automáticamente. Conozco muchos personajes estables. Está el de la pierna amputada que se derrama en una verborragia imparable, saludando amablemente a casi todo el mundo haciendo gala de una simpatía que adivino un tanto forzada, pero que parece rendirle buenos dividendos. Está el ciego del vozarrón tremendo que vende loterías, a pesar de que la suerte con la que intenta seducirnos no parece haberle sido propicia. Está en el suelo en mitad de la calle el muchachito sentado sobre sus piernas que parecen de trapo. Su indefensión me sacude y me convence de que mis tribulaciones son burbujas, pompas de jabón. Lo saludo agachándome hasta su mano y deposito en ella las monedas que ya traigo preparadas. A veces quisiera quedarme a conversar un rato con él, pero temo que la proximidad de mis zapatos nuevos no le caiga bien, y sigo mi camino. Están los dos africanos que venden fantasías símil oro, llamativos por la perfección de sus físicos y la seriedad de sus negrísimos, bellos rostros. No ofrecen ni vocean sus mercancías. Se limitan a esperar. Yo diría que de esperar saben mucho, a pesar de ser jóvenes. Provenientes de quién sabe cuál remoto país, su viaje seguramente fue una huida. En sus miradas, creo ver reflejos de interminables masacres, de multitudes de refugiados vagando sin rumbo, y se me ocurre que el nombre: refugiados debería cambiarse por otro más preciso: expulsados. Y está el otro ciego sentado en la vidriera de una zapatería, extendiendo su gorra y repitiendo su letanía sin cesar. Me le estoy aproximando, cuando veo que un hombre, alto y bien vestido, se le acerca, y haciendo un ademán como para darle su limosna, no sólo no le da nada, sino que toma delicadamente todos los billetes de dos pesos que había en la gorra dejando las monedas sin tocar y asegurándose de que no hagan ruido, se los mete en el bolsillo y continúa su camino. No sabe que yo lo vi. No sabe que su acción es deleznable. No sabe que su pequeño robo es patético. Lo sigo, pensando en alcanzarlo y echarle en cara su actitud, y tal vez, insultarlo un poco. No comprendo porqué alguien que se ve próspero, trajeado, necesita este robo vergonzoso. Pero, como siempre, me vence mi resistencia a tomar partido en cualquier cosa, mi temor a quedar involucrado en conflictos ajenos, mi indiferencia ante nuestras insignificantes miserias cotidianas.
Ahora estoy caminando por la Peatonal Córdoba, entre Sarmiento y Mitre. Veo, delante de mí, el paso voluptuoso de una mujer espléndida, con su andar cadencioso y acompasado, su cintura flexible, como sólo pueden hacerlo esas increíbles potrancas pura sangre que vuelan sobre la pista de carreras, y su melena sabiamente despeinada. La veo sólo de espaldas, porque entra a una perfumería. A qué otro negocio entraría una mujer como ella que no sea modas, blanco, prendas íntimas, perfumes. Me paro en la puerta y veo que, de pasada, se agacha frente a una vitrina abierta y rápidamente, sin que las empleadas puedan advertirlo, tira dentro de su bolso dos frascos de perfume. Luego mira todo con su aire displicente, recorre el local y me parece que está por irse sin comprar nada. Me hago a un lado de la puerta para que no se descubra observada. Sale dándome la espalda y se queda mirando la vidriera. Venciendo mi timidez y pensando que ella debe de sentirse en falta, le digo: No me importa lo que hizo adentro, no pienso delatarla, pero déjeme decirle que usted es la mujer más hermosa que he visto en mucho tiempo. Ella se da vuelta rápidamente y entonces, veo su cara por primera vez. Una gruesa y larga cicatriz le atraviesa el rostro en diagonal, desde el rabillo del ojo izquierdo pasando por la mejilla, cruzando por ambos labios y el mentón y terminando en la mandíbula derecha. Una bella cara tajeada, horrible para siempre. Quedo paralizado ante un gesto de ella que parece una sonrisa de agradecimiento, una especie de luz verde invitándome a avanzar un poco más. Yo tartamudeo una excusa estúpida sobre un compromiso impostergable, y entonces, ella me pregunta ¿Vos también vas a huir?
Harto de caminar la Peatonal Córdoba de arriba abajo, decido volver a mi casa. No he encontrado en ese foco de tentaciones, ni una sola cosa que me haya llamado la atención, que haya despertado mi interés o mi curiosidad. Hace mucho tiempo que sólo cambio una rutina por otra cuando me aburro de la primera. Tomo el 122, un colectivo que me deja casi en la puerta de mi casa. Llego y camino unos pocos metros hasta el ingreso a mi palier. En la esquina acaban de terminar un edificio hermosísimo, con un hall espectacular y ocho pisos exclusivos. Pasar por esa esquina me produce una mezcla de admiración y envidia. Y, como se sabe, de allí a la necesidad de intervenir en la obra con un pequeño daño, que deje la impronta de un vecino rencoroso, no hay más que un paso. Y me desespera no saber qué hacer, porque todo lo que se me ocurre incluye desde leyendas obscenas en sus clarísimas paredes, dibujos escatológicos, insultos a granel, rotura de vidrios, y son impropios de un caballero maduro, bien educado y circunspecto. Así que descubro algo que creo muy original: el robo sistemático de unos cantos rodados que cubren la tierra de dos jardineras en las que hay varas de cañas secas y verdes, altas y decorativas. Paso haciéndome el distraído, me detengo como admirando el elegante ingreso, miro a mi alrededor por si alguien me observa, y rápidamente me agacho y me meto tres piedras en el bolsillo. Contento como un niño, entro a mi casa y pongo los tres cantos rodados en un frasco con agua, y se me ocurre que en mi modesto departamento, lucen mejor que en su lugar de origen. Ya van varios días que hago esto, así que el frasco está casi lleno. En honor a la verdad, creo que alguien mueve las cortinas en el edificio de enfrente. Me parece ver la silueta de una mujer mayor, de esas que están siempre fisgoneando lo que sucede en la calle. Tengo la seguridad de que hay alguien observando mis pequeñas y culposas incursiones en el campo del delito. Cada piedra dentro de mi frasco es un round ganado al destino, una tacha a mi condición de hombre correcto, que me pesa más con cada paso que doy en la vida. Y es también un desafío a la posibilidad de enfrentar un lamentable bochorno en caso de ser descubierto con las manos en las piedras. Y ahora que estoy repasando estos textos, me doy cuenta de que los cuatro están atravesados por dos elementos comunes: la Peatonal Córdoba y los robos inconfesables y no demasiado inocentes.
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