Viernes, 8 de enero de 2010 | Hoy
Por Adrián Abonizio
La tapa del Patoruzú era celeste y blanca con una fecha al tope:1963. Un bebé que simbolizaba el Año Nuevo montando un cohete con detalles de tornillos y emparches, cruzándose en el espacio interestelar con un viejito lleno de brillos mustios que saludaba con mueca de Año Viejo. El patio de balzones estaba fresco a la siesta. Al lado, como un rumor de volcán la sierra de la carpintería zumbaba con delicadeza para no interrumpir la siesta de ogro de mi padre, venido de la marmolería repleto de sudores, olor a hollín y cigarrillo. Las palomas en su rucucucú arriba en la hondura de minarete y olor a guano. Delante la Loca aullaba de a ratos afinando con el mirlo de su jaula. Tras la tapia sur Don Lingo aprovechaba para abofetear a una ristra de hijos que siempre le estaban haciendo la vida imposible y lo llevarían irremediablemente a la tumba. Viudo, reinando en su sombría vida de empleado de Correos esperaba que los hijos crezcan, que se los devore el viento o morirse él mismo de hastío que es lo que sucedió realmente y entonces pudimos al fin descansar en las siestas. Yo estaba solo. Salvo por mi padre que rezumaba bramidos de dragón de bosque en su terruño de sábanas y ventilador de fierro marrón. Estaba en la edad en que los niños pueden quedarse solos y escarban monederos, carteras, escondites donde pueden brillar desde un zarcillo a un chocolate. Yo había descubierto la revista bajo la radio y me estaba solazando, de cara al cielo con un ojo y el otro puesto en la historieta de Avivato. El calor parecía detenerse justo en la altura del techo de chapa de al lado y en ese rectángulo sin luminosidad me encontraba a mis anchas. Una mosca hizo clarear con sus alas el momento delicado: fue una mosca pero es como si hubiese sido un hada. Le vi las alitas a la espalda y de un manotón la retuve en el hueco de mi mano. Atontada quedó patas arriba y tras reponerse del nockout voló a la desesperada. Tenía control sobre la materia: había aprendido a cazar insectos, doblar varillas para clavar peces en un lago imaginario, darle el maíz a las palomas y leer, profundamente enfrascado en la siluetas que decoraban los relatos. Corredores de bicicletas, señoritas de pantalones pescador sonrientes por un nuevo dentífrico, familias abrazadas por la llegada de un automóvil nuevo al hogar, papa noeles con niños en su falda augurando que compre en tal juguetería y recuadritos con pronósticos de felicidad esplendorosa partiendo de envases de sidras manando de siestas y viñedos lejanos. Adentro ya mi padre mugía, que era el segundo escalón de su sueño de monstruo. Yo, repito, estaba solo. Sabía que mi madre se había llevado a mi hermana a lo de la suya tras la riña de la noche anterior. Era la tarde previa al fin de año y yo entendía todo. Habían mencionado mientras creían yo dormía algo de un título de una casa, de la falta de valentía de mi padre; siempre mi madre con su hilado de aguja perforante derramando palabras de filos y mi padre que callaba y que de vez en cuando suspiraba pitando el cigarrillo. Miré las figuras de las propagandas: allí las señoras tenían un talle de princesas y sus embriones criaturas preciosas junto a un papá de lentes, saco y corbata que abría los regalos del arbolito. Olí las páginas: allí quería estar yo, sabiendo que era imposible. Imposible los relojes que se abrían con un cucú relampagueante y las lanchas con el surf y las familias abrazando un pesebre y las estrellas y los planetas y el mundo en paz sobre una gramilla de oro con liebres de corbatín, saltamontes floreados, cristos violetas que sonreían crucificados, monopatines y pistas de autos eléctricos, montañas de nieves eternas y pavos a la York. Mi espalda estaba fría y arriba, en el rectángulo celeste pastoreaban unas nubes gordas. Siempre estaré solo, quise decirme. Por más años nuevos o años viejos. Siempre estarás solo, con incongruencias que nadie explica y que entendés; con discusiones en sordina y noches de reconciliación que se me clavaban en cuanto las percibía, miocardio de jovencito que drenaba algo mejor que sangre y agua; un arroyo de silencio y concordia, una casa en la altura y yo ya grande, sentado sobre un árbol caído junto a mis perros, el hacha y la luna redonda arriba.
Vino la noche, nos trasladamos hasta la casa de alguien y todo transcurrió como siempre, como el Año Nuevo de otro Año Viejo.
Cerca de las dos, con la propulsión efímera de un fósforo de cera, el arbolito del comedor empezó a arder y no hubo agua, ni sifones de soda ni arroyos en la altura que pudieran apagarlo.
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