Martes, 12 de enero de 2010 | Hoy
Por Adrián Abonizio
Franzúa viene de otro barrio y es potencial enemigo hasta que no lo veamos jugar. Así, de civil, se para bien. Es chueco, pecho implume pero de tórax vigoroso y unas piernas chuecas. Conocedores del tema, estimamos que son garantía de un hábil. Leyenda acuñada en la esquina de filosofía y cálculo numérico, todos sabemos que los grandes han sido y serán de piernas combadas. ¿Y Artime? soslaya José. Es un muerto. Sí, un muerto que hace goles, digo yo que me dejo apodar como él y defiendo por tanto,su escudería. Caen los nombres de las figuritas: Avallay, Wilington, Gramajo. En eso estamos cuando desciende del 21 negro el mismísimo Franzúa, carpeta negra con liga al medio y canchereando un pozo da un saltito breve y elegante para pararse en el cantero y esperar el semáforo. Se para como diez, estima Maurito. Es un zurdo, un once, deduzco. Cruza junto a los escombros con una delicadeza de su gesto ensombrecido porque el polvo levantado se le ha metido un poco en el uniforme y se lo sacude rápidamente. Lo llamamos con cordialidad; le mostramos la naranjada de litro que estamos tomando luego del desafío en la cortada, allí bajo las lilas y el alero. Llega y le extendemos el envase. Limpia modosamente el pico con un pañuelo que extrae del bolsillo del uniforme escolar que detectamos por primera vez inmaculado con la jerarquía del lacre en el escudo. Su perfume es de ricos, sus zapatos son mocasines de los caros, sus manos son delgadas y usa un anillo de sello delgado en el anular. Toledo lo inquiere de frente: ¿De que jugás?. El se echa hacia atrás, en un gesto encantador, se tira el pelo al medio y responde como en un reportaje la frase enigmática que nos sobrevuela horas: Lo mío no es el fútbol, cualquier disciplina menos eso de la pelotita. Lo miramos como a un escuerzo, algo barroso surgido de los sulfuros del infierno, un ser que ha osado mancillar con su respuesta la sagrada biblia, el pesebre inmaculado donde reposa Dios con su pelota de piel de lebrel bajo el brazo, esperando el pitazo. Sé que a ustedes les parecerá raro, vienen de allí y señala una zona aérea que delimita el barrio, los techos bajos, la manzana. Yo, yo provengo de una familia francesa y me tienen prohibido el fútbol, ¿saben? Responde aleccionador, distante, difuso. Ah, digo yo quitándole la botella de la que no ha bebido. Estamos tan pasmados que hay un hueco de silencio largo, cual preludio de una batalla o retirada. Nadie habla. Al fin, Franzúa con una soltura de los que tienen conocimiento de su poder, saca de entre las piernas de José la pelota de plástico y la empuja al aire, tan alto y tan lejos que de una volcada de viento, queda enganchada entre los cables donde se sacuden los gorriones espantados. Repite el gesto de acomodarse el pelo y oímos lo que nunca: Sorry amigos, soy un torpe en estas lides. A ver, toquemos timbre para que nos dejen sacarla. La casa a la que refiere es la del gomero, un sujeto horroroso capaz de asesinar si un timbrazo proveniente de niños lo saca de su ensueño de vinos y gordas feas que lo suelen visitar. Alguien le quiere avisar. Le hacemos un gesto de silencio: que lo fusilen, que lo trituren, que lo deguellen. Por traidor, por presumido, por pillado y por sorete. Nos alejamos para evitar el salpicón de sangre, nos cruzamos de vereda y asistimos al espectáculo: la manija se mueve y vemos la sombra furibunda, las manos de grasa, los pies de monstruo. El francesito entra. Al rato vemos al gigante con una escalera y un palo intentando desamarrar la pelota. Y a Franzúa quien desde abajo lo azuza. Dele, buen hombre ¿O se cree que voy a estar todo el día? ¿O no sabe manejar un palo? Otro silencio y nos miramos como ante un milagro. La pelota cae y el monstruo se retira dando pasos hacia atrás, temeroso y sonriente en sus caninos forzados. El pibe se cruza y se sonríe, dueño de todo. Es el empleado de papá,una bestia. Acá tienen y nos la pone en las manos, como una flor, como nunca se ha de entregar pelota alguna.
Así me dijeron que son los franceses, medita Toledo cuando el extranjero ya es un recuerdo de paso. Y nadie le puede replicar porque nadie sabe que ha sucedido pero sentimos en el aire una ceniza invisible como la que dejan los meteoros a su paso. Un meteoro de diamantes, exótico que nos hace sentir diminutos, hombrecitos perdidos en una galaxia donde la luz del sol es manejada por seres superiores. En eso estamos cuando abre la puerta el gomero y sencillamente, con la testuz baja como un toro a punto de ser decapitado, nos extiende una jarra perlada de agua fría con limoncitos dentro.
Ta fuerte el sol, muchachos, alarga con una voz tan delicada como desconocida.
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