Jueves, 25 de febrero de 2010 | Hoy
Por Jorge Isaías
El sólo nombre concita al recuerdo de las primeras salidas, más allá de la inevitable matinée de los domingos, algún raleado cumpleaños con gusto a chocolate y a torta de coco, eso sí, casera. Industria de madre hacendosa, o tía diligente, o, abuela mimosa.
El paraje "Los arbolitos" es, enteramente, otra cosa. En la precipitada e inhibida adolescencia, en esos tiempos remotos, relacionarse con una chica de nuestra edad no tenía muchas opciones, no teniendo hermana (como es mi caso) que nos presentara alguna amiga, y, sobre todo, que nos enseñara a bailar, estábamos perdidos.
En el ambiente excesivamente reducido del pueblo, las opciones, en este caso de las relaciones entre chicos de distinto sexo era nulo. Todos nos conocíamos desde que íbamos a la escuela, por lo tanto esas antiguas compañeritas estaban fuera de discusión, las de nuestra edad nos miraban por sobre el hombro y bailaban con chicos más grandes, y, las más chicas, bueno las más chicas estaban todavía en el último grado de la primaria. Para largarse a bailar había que tener decisión de visitar otros pueblos, posibilidades concretas de conseguir un auto, aunque más no sea de alquiler como se les llamaba a los dos o tres coches que oficiaban de taxis: Froilán, Medina, Pierella y tal vez alguno más. Traspuestos estos escollos quedaba el mayor: que nos dieran "calce" las chicas de otros pueblos. Ir hasta esos pueblos vecinos era casi suicida, porque las "barras" nos acosaban duro como me pasó un par de veces en Beravebú.
Así que, había que armar un grupo y largarse a la decisión de tomarse a los puñetazos. No fue necesario porque con el tiempo nos hicimos conocidos y hasta teníamos amigos y amigas que nos dejaban compartir esa especie de limbo y maravilla que resulta ser la adolescencia. Claro que visto a la distancia porque puesto en el "recuerdo real" es la edad más espantosa de la vida. Uno está vulnerable a todo en todo momento por más que de vez en cuando se rescata un fulgor, una experiencia iniciática que compartimos con alguien y tiene -en la opacidad del recuerdo una medalla de sentido que permanece indeleble en un rincón amoroso y defendible frente a los vientos que quieren destruir esa memoria como dice mi amigo Roberto Giussani, la vida es como un escenario donde ocurren una serie de representaciones, incluso la nuestra, hasta que al fin nos retiramos de escena y se apagan las luces.
En ese lejano, inaugural y altísimo tiempo que no volverá, tiene su brote luminoso un lugar, caro al sentimiento de toda la zona en la década del sesenta: "Paraje Los arbolitos", de invencible memoria que sólo somos capaces de recordar los auténticos y empecinados memoriosos como yo.
A escasos veinte kilómetros del pueblo, como quien va a Colonia Hansen, en un cruce de caminos alguien plantó un grupo de árboles y enfrente cruzando la calle, en campos de la familia Fantasía, justo en la esquina el entusiasmo de un grupo de jóvenes puso un amplio piso de baldosas coloradas y en el centro plantó un alto mástil donde se armaba una carpa y se realizaban los populares "Baile Los arbolitos", amenizados con grandes orquestas de Rosario y hasta de Buenos Aires.
De ese grupo salta invencible de mi memoria el entusiasmo de Walter Cataldi, a quien llamaba "El Chino". Su pelo rubio, su cara colorada, sus pequeños ojitos celestes y su corazón grande como una casa sobresalía entre todos. Tocaba un acordeón rojo perlado de teclas blancas y negras y lideraba un cuarteto que la emprendía con furiosos pasodobles, rancheras y valses para animar todos los bailes de la Colonia, en especial los del "Paraje Los arbolitos".
Creo recordar que entre los jóvenes chacareros de entonces habían formado un club que se dedicaba a las organizaciones de "actos culturales y festivos" como rezaba el lema con el cual invitaban a los interesados de la Colonia y aún de los pueblos vecinos. Creo recordar también que este centro o club se llamaba "21 de septiembre" y todos los años se realizaban unos promocionados "bailes de la primavera" con elección de la reina y media docena de princesas.
A estos bailes acudíamos los aprendices de bailarines, creyendo encontrar eco en esas prometedoras gringuitas que venían poco por el pueblo. Al estar el paraje a una estratégica distancia de los cinco pueblos, no contábamos con que aquellos adolescentes pensaran lo mismo que nosotros. La conclusión era que cuando no encontrábamos allí la demanda superaba ampliamente a la oferta, cosa que no considerábamos porque las leyes del capitalismo nos eran maravillosamente ajenas. Con esto quiero decir que cuando yo decidía ir junto a mis amigos de ese tiempo a los "bailes de los Arbolitos" casi nunca bailaba.
Yo no tenía pinta y ni siquiera sabía bailar. ¿Qué pretendía? Recuerdo casi con exactitud una noche. Nos reunimos en el Club, como siempre, para decidir dónde ir ese sábado. Alguien propuso "Los arbolitos" y a mí, no sé por qué, ese nombre siempre me ponía alegre, aunque no era raro que a esa edad cualquier nombre desatara la fantasía para conocer nuevas chicas. El único que tenía auto era Raúl Rodini. Pero éramos ocho, situación que se resolvió muy fácil porque además contábamos con dos motos, una, creo recordar era de "Clavito" Alderete y la otra de los hermanos Ferrari, dos amigos rosarinos que habían transitado los casi cierto cuarenta kilómetros en una temeraria Gilera de un poco más de cien cilindradas. De paso nos alumbrarían el camino ya que hoy ignoro por qué el auto (¿un Chevrolet 37?) carecía de las dos ópticas delanteras. Y allá fuimos, aventando lechuzones y hurones y cuises. En el auto con seguridad íbamos "Totosito" Elder, "Tarugo" Mitre, yo y Raúl al volante.
Al llegar el baile estaba en pleno auge. La carpa de lona o tal vez de arpillera nos cubría del rocío en esa noche que recuerdo, pese a todo, muy hermosa.
Como todo el mundo bailaba, nos dirigimos a un lugar, en un rincón de la carpa donde vendían bebidas, nos tomamos un ginebra apoyados en una chapa inmensa que oficiaba de mostrador, yo, aprovechando la distracción de mis compañeros, de forma imperceptible enfilé para la pista. Y, cosa de milagro, había una chica -una sola que no bailaba, se aburría junto a su madre, sentada a una mesa con narajandas, y le hice el ademán de cabecearle que era el código que se usaba para el convite bailable.
Cuando empezamos a intentar bailar me di cuenta por qué era la única que "planchaba". Ella no sabía bailar, y yo, tampoco. De todos modos adoptando un aplomo que no tenía le contesté que sí sabía cuando me interrogó. Pasó una prima de mi madre con su marido bailando y comentó lo patadura que yo era.
Pero lo que decidió el abandono fue el descubrimiento que hiciera "Tarugo" de mi intención y comenzara con las chanzas que, a decir verdad, eran un poco pesadas.
La acompañé a la señorita cuyo nombre y cuyo rostro olvidé pero no el color de su vestido. En ese tiempo nos tratábamos de "usted".
Me conformé con otra ginebra, antes de pegáramos la vuelta hacia el pueblo, entre el croar de las ranas, el vuelo rasante de las lechuzas y la desilusión que empezó a debilitarse cuando entre risas nos consolamos del absoluto fracaso de todos nosotros. Y lo hacíamos con la extrema libertad que produce la camaradería que vuelve ironía cualquier traspié y cualquier contingencia.
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