CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
Mi papá fue arrasado por el vértigo de los 60 sin entenderlos. Lo atravesó con un pie parado en el salón de baile adobado con kerosene y aserrín, perfumado después con lavandina y el otro en las baldozas de su casa, melenudos bailando en patas, collares femeninos en cuellos viriles y música moderna. Llegó un día, se encontró con un asalto que había organizado mi hermana quinceañera y ya nunca más saldría de la pieza hasta la noche. Pitaba mirando el techo de vigas con el ventilador rabiando por la vejez anticipada pegándole en los riñones. Sufría el calor, el ruido y las preguntas. Su mundo ideal, creo, estaría sustentado por un clima templado, selvas donde pudiera cazar para comer y ningún humano cerca. ¿En que momento armó ese molinete con aspas no reversibles que expoliaba el humo de la infelicidad lejos; ese campito de brillos, las pantorillas de mi madre, el asado ferroviario, la cunita de sus hijos y el sobre a fin de mes? Yo, que lo amaba tanto como aprendí a despreciarlo, quería que se fuese hacia su cenit, que partiera un día sin avisar, con su valija de cartón, las bolsas de arpillera con los aparejos y fuese definitivamente feliz. Yo me encontraba pleno a su lado: tomaba mates y servía galletas hechas por el mismo, tradición de Abruzzo, mientras me interrogaba sobre los pormenores de mi sangre. Ningún padre pregunta acerca del amanecer o la resurreción de los vampiros o bromea con las carnes de más y los pelos de menos. Tenía fascinación por los gordos y los pelados. Narraba epopeyas de tipos atrapados dentro de un auto tras comerse diez pollos enteros o de calvos que fueron confundidos con bochas y arrojadas sus cabezas al medio de la cancha arenosa del club. Luego, se ponía serio, se melancolizaba un tanto y renarraba sus aventuras juveniles donde se sugerían monstruos emergiendo de lagunas, lunas incendiando campos, aparecidos convertidos en otras personas, olores a bosques de frutales y calmas chichas tras las batallas con el diablo o malevos en los pajonales. Me tomaría horas escribir el mar de aventuras, todas entrecruzadas entre sí, todas espúreas y brillantes. Los años 60 lo aplacaron: se había ido Perón y con él mi papá había armado una empalizada contra sus amigos que de pronto habían empezado a festejar la partida en la Cañonera: dejaron de serlo casi todos; Di Carlo, Cesariolli, El Gordi, Cachafuz, Angelito. Por una causa u otra los fue borrando y se quedó en la casa y en el trabajo, aislado, mientras mi mamá se embellecía con los tiempos, hacía gimnasia y mi hermana a la par del crecimiento de sus tetas, invitaba más y más gente a bailar con el winco. A mí me avergonzaba que nuestra casa no tuviera reboque y se notara la pobreza, pero los jóvenes de esa época no se fijaban en esas cosas: querían divertirse en la marea de la lucha de clases, los primeros besos a la luz de una luna de Sierra Maestra y los cigarrillos mentolados. Por eso me daba pena su llegada, la de mi padre: entraba como a un sitio que ya no era suyo, desentonando, tomado por el enemigo; pasaba entre los chicos y las chicas con su envión de obrero ofuscado, bicicleta en rueda trasera y tras refrescarse la cara, se metía en cama o se subía a su monte Sinaí de la terraza a esperar que se fueran mientras miraba crecer la noche. Mi madre lo llamaba luego que todo se había terminado y él bajaba alisándose el pelo con una hambruna fenomenal. Mi hermana hecha una proyección de chica bien, le refutaba las maneras de comer y se levantaba hacia el baño a vomitar lo poco que le había entrado, bulimia en puerta, Emagrin en la mesa de luz y Barrocutina al tono. Los 60 lo desfondaron a mi viejo: su ceja izquierda le temblaba cuando hablaba por cadena Onganía o algún otro, cuando su hija le discutía de la sexualidad que él no supo enseñarle, de la lucha de clases y que en el fondo era un burgués cómplice porque no participaba en la rebelión de los pueblos y pretendía además comprarse un auto. Mi madre le sugería silencio a mi hermana pretextando estar oyendo el mensaje en cadena nacional. El, como un Bogart paciente afilaba la mirada, imperturbable y no decía nada. Yo bajaba la cabeza de vergüenza: había algo allí indescifrable que me ponía apesadumbrado. Por eso, tras la cena me iba a la terraza también y luego de un rato, con el espiral entre la punta de los dedos llegaba mi padre y se sentaba, dando un largo suspiro como quien regresa de una misión en trinchera enemiga.
Abajo mi madre sacaba la reposera a la vereda y mi hermana ponía fuerte, muy fuerte, toda esa música moderna. Confirmando el desarraigo se ponía a hablar de que en cualquier estrella se habría de estar mucho mejor que acá.
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