CONTRATAPA
› Por Javier E. Núñez
Primero fue un rumor, un comentario extendido de vecino en vecino con cierta indiferencia o incredulidad. Más tarde se agregaron nombres propios, y siempre aparecía alguien que decía conocer un caso concreto. Llegó un momento en el que no lo pudieron seguir negando y tuvieron que admitir que en el edificio había una puerta que daba al infierno. Se llamó a una reunión de consorcio y el tema se tocó después del aumento de las expensas, porque las urgencias de la vida cotidiana relegan todo a un segundo plano. Incluso la posibilidad de condenar el alma.
El problema, según explicó el administrador, era que no se podía determinar una ubicación específica. La puerta tenía la mala costumbre de cambiar de lugar todo el tiempo, y no había forma de predecir cuál de todas las puertas que había en el edificio escondía el pasaje al infierno. Por la mañana podía estar en la puerta de entrada, un rato más tarde en el ropero del 6º C y a la noche en la entrada del 9º A. Pero el riesgo, el verdadero peligro que entrañaba esa puerta, era que nada, absolutamente nada en su apariencia denotaba lo que había detrás. Hasta el preciso momento en que alguien la abría.
Algunos, de naturaleza escéptica, tomaron el anuncio con sorna. Hacían bromas al respecto, criticaban a sus vecinos por creer en esas idioteces o sugerían, disimulando sonrisas, utilizarla para incinerar la basura. No faltaron tampoco los que entrevieron en aquella calamidad un castigo divino; una venganza de Dios por la vida licenciosa que se llevaba en algunos departamentos, y varias señoras de ruleros miraron de reojo a la divorciada del 2º C. Pero la mayoría lo tomó con desinteresada resignación. ¿Cómo podía combatirse o prevenirse un peligro que era, a todas luces, imposible de detectar? ¿Qué sentido tenía pretender librarse del destino? La calle también está llena de peligros: de nada servirá mirar atentamente a ambos lados de la calle si en la vereda opuesta nos aguarda un pedazo de mampostería desprendido, la navaja de un ladrón impaciente, una bala perdida en caída libre.
Por un tiempo los vecinos no le dieron mayor importancia y siguieron su vida con normalidad. Como un desafío o una afrenta. Y aunque a veces podían ocupar su mente con los temas rutinarios, aunque muchas veces salían a la calle pensando en el resultado de Newell's o Central, en comprar papel higiénico o pañales, en la inminencia de un parcial de la facultad o de la fecha límite para entregarle el informe al gerente, siempre había una advertencia agazapada en cada encuentro casual.
-¿Te enteraste lo del correntino del 5º B?
-¿Viste lo que le pasó a la rubia del noveno?
-Che, qué cagada lo del portero...
Y día tras día se conocía algún nuevo caso. Uno que había subido a tender la ropa y al abrir la terraza fue consumido por las llamas. Otro que se iba a trabajar y no llegó nunca. El mellizo del séptimo, que después de ver a su hermano desaparecer en el preciso momento en que salió del ascensor, estuvo seis horas sin atreverse a bajar en ningún piso. O el matrimonio que sorteaba los turnos para abrir puertas, hasta que un día la esposa descubrió que su marido hacía trampa.
Los casos se hicieron tan frecuentes que incluso los más escépticos empezaron a tomar recaudos. La gente incurría en determinaciones absurdas para evitar el encuentro fortuito con la puerta fatal. Los de la planta baja salían por la ventana -también los del primero, que se descolgaban como prisioneros en fuga-; mientras el resto usaba las escaleras para no entrar al ascensor y quitaban las puertas internas para sortear el peligro que suponía pasar del dormitorio al living.
Pero la vida así era imposible. Las precauciones nunca alcanzaban: cada tanto un vecino desaparecía y se ponía de manifiesto la inutilidad de sus esfuerzos. Cada puerta era una lotería. Al fin, incapaces de seguir viviendo en ese estado de paranoia permanente, los vecinos se volcaron en masa a una vida de pecado indiscriminado. El edificio se transformó en una gigantesca orgía perpetua; y todo el mundo cogía, robaba, mentía y mataba sin reparos, conscientes de que en cualquier momento podían atravesar una puerta e ir a parar al infierno de todas formas.
Lo curioso es que cada vez que alguien se cansa de tanta locura y decide mudarse, recibe infinidad de ofertas para alquilar o comprar. Dicen, los que pueden contarlo, que aunque la vida a veces sea breve, es mucho más emocionante que en un country o en una casa de barrio.
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