Domingo, 2 de mayo de 2010 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
No recuerdo ahora cuál fue mi primer libro de lectura argentina que leí, pero supongo que fue aquel que era el libro que se usaba como texto en el "Mariano Moreno" durante mi escuela primaria. En la escuela secundaria, que la hice en los Maristas, tuve buenos profesores de historia entre los hermanos pero ellos recomendaban libros más que dar alguno en especial. Recuerdo que las enseñanzas del hermano Tiburcio me hicieron tener otro ángulo de la historia argentina. En mi casa la historia argentina tenía una especie de tradición oral, si bien había muchos libros, pero todos, o casi todos, pertenecían a la historiografía liberal. Y había muchos pertenecientes a sus representantes, como Alberdi (después supe, por Luis Alberto Murray sobre todo, que se trataba del primer Alberdi) de Sarmiento, de Moreno, de Echeverría, de Lisandro de la Torre, algunas biografías de Alem y casi como curiosidad una obra en tres tomos favorable a Juan Manuel de Rosas, a quien no lo querían demasiado en mi familia. Había, si, en la casa de uno de mis abuelos, libros de los hermanos Irazusta, que tenían una particular forma de encarar al revisionismo histórico.
Pero en realidad el primer libro de historia que leí y cada tanto sigo releyendo, es la "Breve historia del Mundo", de H.G. Wells, escrita hacia 1922 y que la traducción que tengo es de mediados de los cuarenta. Su lectura me trae el recuerdo de mi padre, pues tiene tantas anotaciones a mano hechas por él que es como leer dos libros. Sé que en algún lugar de mis bibliotecas tengo una edición inglesa de ese libro de Wells, pero no puedo encontrarlo. De cualquier manera el que realmente quiero profundamente es el volumen anotado por mi viejo que leía y releía con fruición y que le gustaba más que una edición posterior, en dos tomos, con un apéndice sobre historia argentina. Todavía lo debo tener, pero no sé dónde.
En cuanto a nuestra historia, a lo largo de los años siguientes recibí, de entrañables personajes que tuve el placer de conocer a lo largo de mi vida, consejos que me llevaron a otras lecturas. Por Sergio Díaz de Britos entendí que era necesario que leyera tanto "La historia de una pasión argentina" de Eduardo Mallea como la "Radiografía de la pampa", de Ezequiel Martínez Estrada. Creo que la obra de Martínez Estrada se sigue leyendo, pero no me parece que pase lo mismo con la de Mallea, cuyas obras de ficción también parecen haber caído en un olvido un tanto injusto.
Por el inolvidable Charo Correas pude aproximarme a José Luis Busaniche, primero por aquellos viajeros que él supo compilar y traducir magníficamente, que conocieron nuestro país y hablaron de él en distintos textos (libros, cartas personales, informes) como finalmente por su "Historia Argentina", que su lamentable y temprana muerte impidió que terminara. Hay otras tres obras de Busaniche que hace tiempo no veo en nuevas ediciones, estaban dedicadas a San Martín, Bolivar y Rosas vistos por sus contemporáneos, tres tomos que datan de distintas épocas que tienen un particular interés por que muestran una visión despojada de partidismo alguno, aún cuándo si pueden tener una visión interesada, sobre todo en lo económico, de los países de origen de los distintos viajeros.
Después seguí o lo intenté al menos mi propio camino. Tomé simpatía por una colección llamada "Coyoacán", que llegué a tener completa y he perdido, y que en su momento la Academia Argentina de Historia "condenó" sin mayores argumentos, con la única excepción del padre Guillermo Furlong, que se opuso a esa condena global sin demasiados argumentos que la sustentaran. Fue en esos pequeños libros donde pude leer por vez primera "Las guerras civiles argentinas", de Juan Alvarez, de la cual no conozco si se ha hecho alguna edición reciente. No es de extrañar, ya que gran parte de la obra de Alvarez sigue sin ser reeditada. Un ejemplo un tanto curioso, la obra temprana que dedicó a la influencia negra en la música de hispanoamérica, libro que admiraba particularmente Néstor Ortiz Oderigo. Pero antes de esa colección descubrí la "Vida de muertos", en la cual Ignacio B. Anzoátegui pasaba a "degüello" en un libro muy bien escrito a todos esos hombres del pasado argentino por los cuales yo sentía un particular aprecio. Me pasaba, y me sigue pasando, como con Pound: me son soberanamente antipáticas sus ideas políticas, pero no puedo dejar de leerlos. Alguna vez, en una tardecita en la redacción del diario, hablé con Charo sobre el tema y él, conocedor como pocos de nuestra historia, me decía que los más talentosos de los brulotistas argentinos eran de extrema derecha, como el caso de Anzoátegui y el del jesuita Leonardo Castellani, que con el pseudónimo de Jerónimo del Rey escribió excelentes cuentos policiales. Rodolfo Walsh incluye uno de sus relatos en su "Diez cuentos policiales argentinos".
Creo que finalmente el padre Castellani tuvo problemas con su congregación que lo envió a España y allí lo mandaban todas las semanas a un tratamiento psicoanalítico, hasta que quien lo atendía le dijo que él no tenía problema alguno, por lo cual se bajara en el consultorio pero dedicara ese par de horas a buscar libros en una librería cercana. En mis años de estudiante de Derecho, seguía la carrera como alumno libre en Santa Fe, tuve la certidumbre, por si necesitaba alguna más, de la imposibilidad de los argentinos en comprenderse los unos con los otros. Creo que llegué a rendir y aprobar unas quince materias. Una parte de ellas las hice estudiando durante los años anteriores a 1955, y luego. Entre el 55 hasta el 58 después del movimiento que derrocó a Perón, con profesores que no pensaban de la misma manera.
Aún cuando sobre mí sentía el peso de que mi padre, profesor en la facultad de medicina, había tenido que renunciar, hacia el 44 o 45, en solidaridad con los profesores que fueron echados por sus posiciones política. Fue la facultad del país que más sufrió ese tipo de discriminación ideológica. Sin embargo (yo ya había estudiado medicina durante poco más de un año, y durante ese año la comisión que formábamos para anatomía éramos todos, o casi todos, hijos de profesores que se habían tenido que ir, entre ellos Tejerina, Ameriso, Roncoroni, y fuimos discriminados pero de una manera altamente positiva , es decir nos trataban particularmente bien) decía que cuando se decidió la expulsión de los profesores de derecho que lo fueron durante el tiempo del gobierno peronista, tuve que estar de acuerdo, pero me pareció una actitud negativa que repetía el mismo tipo de discriminación, pero con otro signo.
Pero no quería referirme tanto a esto sino a los apuntes que leíamos, las opiniones que sentía de parte de los profesores de un tiempo y de otro, solían ser diametralmente opuestas, y eso provocaba una permanente inquietud espiritual que se agravaría años después. Fue el tiempo en el cual creo haber leído mayor cantidad de libros de historia y tratar de comprender ese odio que luego se transformaría en terror. Buscaba un poco de claridad en los libros más dispares, releía a los escritores liberales y a los revisionistas de ese entonces, comparaba, la claridad que quería era poca para mis anhelos de saber. Buscaba en escritores que no se encontraban en ninguna de esas posiciones, algo que me ofreciera algunas certidumbres. Obtuve muy pocas. Un ejemplo sería ese magnífico libro de Miron Burgin, polaco de nacimiento, estudiante de una universidad norteamericana, que había elegido para su tesis los aspectos económicos del federalismo argentino. ¿Era solamente un extranjero el que podía comprendernos mejor? Yo leía con frecuencia a José Luis Romero, a Leonardo Paso, lo que conseguía de Sarmiento, lo que podía encontrar de los escritos póstumos de Alberdi, a Mitre, también a Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde (el primero de ellos asesinado por la Triple A); a Jauretche, a José María Rosa, a Scalabrini Ortiz, a Luis Alberto Murray, es decir quería abarcar un espectro lo suficientemente amplio para entender, mejor dicho para entendernos. No lo logré, pero ese intento me enriqueció. En el diario donde trabajaba en ese entonces había por los menos dos colecciones completas de los escritos póstumos de Alberdi y tenía el privilegio que cada tanto se los permitiera leer. Ignoro qué se habrá hecho de esas coleciones.
Por cierto que mi interés particular por la historia argentina también estaba ligada a mi interés por la historia internacional. En eso no sólo no he cambiado, todo lo contrario, me he afirmado en mis ideas: detesto al nazismo en primer lugar y sobre todas las cosas, no tengo simpatía alguna por el fascismo de Mussolini, su creador, y creo firmemente que Franco fue un individuo de una gran crueldad que la ejerció, en una brutal blasfemia, en nombre de Cristo, lo que bien le recalcaba uno de los mayores, sino el mayor, pensador católico del siglo XX, Jacques Maritain. En los escritores revisionistas me molesta mucho más ese apego a lo irracional de ese pensamiento, su simpatía por el fascismo, que su revisión de nuestra propia historia.
Del 73 al 76 lo que se publicaba sobre distintos aspectos de la historia argentina no fueron de mi mayor interés, con algunas contadas excepciones. A partir del 76 todo fue oscuro y mentiroso sobre esta materia. A partir de 1983, comenzó a publicarse en abundancia, se hicieron múltiples reediciones. No agregaron nada a mi mala conciencia por lo consideraba había sido una mala actitud política. Poco a poco el revisionismo histórico del ayer tomó nuevas características y en muchos casos se transformó en un show televisivo. Han pasado muchos años y lo que leo, con no demasiadas excepciones, tienden con frecuencia lamentable a decir verdades a medias, tal vez por ignorancia acaso en la mayoría de los casos por mala fe: No hay mejor manera de ocultar la verdad que expresar una verdad a medias que significa, entre otras cosas, esa oscura tendencia a la falsificación de los hechos históricos. Señalaría dos excepciones que son reconfortantes: Las de Juan Gelman y las de Osvaldo Bayer. No tienen pelos en la lengua y dicen la verdad tal cual es. Un reconfortante ejemplo es el artículo de Bayer sobre las masacres cometidas por los turcos en contra de los armenios. Aparte, recupera la figura de un verdadero pensador del siglo veinte: Gramsci. No uso el término genocidio, pues este neologismo fue puesto en circulación por Raphael Lemkin en 1944, partiendo del término griego genos y del verbo latino caedere.
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