Sábado, 29 de mayo de 2010 | Hoy
Por Miriam Cairo
Para Ami y Lu
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Silvina, por favor, silvinizame. No me dejes explicativa, no me autorices a escribir palabras puras, inmaculadas, no permitas que me cubran inamovibles cortinajes de cordura, no me evites la franja donde el cristal humea la cegadora noche azul, yo también quiero serte inenarrable.
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Deseo tanto responder a todos tus llamados en la noche que, a veces, dejo las palabras subrayadas en los libros y me dedico a seguir tus pasos. Demás está decir que todas tus señales me extravían en un cielo de claraboyas hasta hacer de mí un abismo muy oscuro.
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Silvina, por favor, desrealizame. Quiero ser una relación posible con mi imposible. A menudo tengo la impresión de que mi yo esquivo, puesto en duda, no siempre llega a su destino. El perderse pertenece a su estructura. Puede decirse que no llega nunca definitivamente a ninguna parte y cuando llega, el poder no llegar que lo demora, anima a su luciérnaga primordial con el relumbrón voluptuoso de una deriva interna.
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Es imperioso liquidar los pensamientos abusivos. No seremos las santas más arrodilladas del mundo. Creceremos en la noche como las dos manos de una mujer fácilmente fatal. No tendremos hijas perezosas y lánguidas como flores de invernáculo. Nuestras hijas, Silvina, no serán sordas a la turbación que las habite. Serán hermosas, serán cromáticas, serán melódicas y amarán fantasmas.
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Silvina, por favor, no permitas que me desembriague. Si hay algo que me atrae de la noche es que nunca sé a dónde ir. En eso, la noche y mi sexo terrible se parecen. A mi sexo le cansa vivir en postura de retrato. Tiene la paciencia prohibida. Ahora mismo está dormido sobre el pecho de uno de mis vestidos en busca de mi corazón. Sus latidos rebotan y hacen temblar toda la casa. En resumidas cuentas, el sexo es don que no tiene entrada en el sepulcro de los dones.
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Con mi voz de abrir y cerrar abismos, no me acerco mucho a las personas, por las dudas. Has anunciado que hacen un cerco asombroso alrededor de las palabras y una vez que las palabras llegan a sus oídos acaban por ser encarceladas, restringidas, domesticadas. Has anunciado también que las palabras cambian de color, según quien las escuche. No permitiría que mis palabras perdieran sus tornasoles y sus texturas para caer en el liso incolor de una moraleja terrible.
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Silvina, por favor, no habitemos apenas lo habitable. Aunque nos hayan invitado sólo por un día, lo habitable resulta devastador y adulto como un monstruo.
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Fantasmémonos a las seis de la tarde, con volantes de organdí y sombrillas de seda. Encerradas en el cuarto oscuro de las manos, por las ventanas de los dedos espiemos hasta desconocer nuestros pies desnudos.
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Silvina, por favor semejemos los estragos. No somos una flor. No podemos vivir en un florero. No podemos beber agua con los pies. No podemos conservarnos para siempre entre las hojas de un libro. No somos pájaros. No podemos encerrarnos en una jaula de mimbre, con una pequeña bañera y un tarrito enlozado con alpiste. Semejémonos estragos.
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Confío en que sos la única silvinizadora posible desde acá hasta donde alcanza la vista de una vendedora de flores. No me descastes del reino de la soledad. Sé púlveda. No me evites el silencio. Soy la lectora desesperada de tu libro. He aprendido de vos que en el gesto de abandonar algo, hay más robo que en un robo.
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Silvina, por favor, derramémonos, derridadas. Tanto afán habrá de terminar en que somos la oscuridad múltiple y luminosa de nuestros fantasmas. Sin alarde animémonos a decir que, por lo menos, somos las preferidas: vos de mí y yo de vos.
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