Jueves, 8 de julio de 2010 | Hoy
Por Jorge Isaías
La tapera desde donde podemos observar el campo pertenece al casco de la estancia de los Roza. La construcción está, pese al paso inexorable del tiempo, en condiciones de ser habitado, hasta con los materiales nobles de otro tiempo. Con un parque amplio -que hoy cubre un alto yuyal con un grupo importante de añosos eucaliptos. Recorrimos un poco el lugar y mi hermano me recordó que desde aquí se veía en otro tiempo ese bello y populoso bosque de coníferas que el primer Lynnen hizo plantar en 1880 más o menos cuando compró estas quince mil hectáreas al gobierno de Santa Fe y según comentarios aún andaban algunos ranqueles merodeando "las casas" y -según versión de los herederos se los tenía que mantener a raya con un Rémington. Supongo que ya no maloquearían pues se había dado lo que la cultura liberal llamó "conquista del desierto", con Julio Argentino Roca como adalid, ese general afortunado como lo llamó Lisandro.
El primer Roza se casó con una nieta del primer Lynnen que se llamó Guillermo o Arnaldo o nombre similar germánico, pero éstos venían de la "Suiza milenaria", según nombra Pedroni.
Desde allí imaginaron aquel hermoso bosque que plantó el fundador y uno de sus nietos trató convenientemente para sembrar soja -supongo y que habrá vendido a un buen precio. No es fácil conseguir árboles de cien años enseñoreados en esa pampa bruta que antes de ellos, es decir los pinos y los eucaliptos, sólo había del galope atronador del Ranquel, algún gaucho solitario con su tropilla encauzada hacia la cruz del sur y la ventisca dura de agosto o en el enceguecedor sol de los eneros cuando no había un árbol cien leguas a la redonda, sólo un ombú con sus raíces gigantescas, pero aunque sirve de sombra, todos sabemos que no es un árbol auténtico.
Y cuando caímos en cuenta de esa falta, en verdad nos dolió mucho porque como bien dice mi hermano, un árbol es más importante que una casa en el sentido de reemplazo. Una casa se tira abajo, y, si se tienen medios, pronto se levanta otra. Pero un árbol necesita varias generaciones de hombres para volver a dar sombra propicia y protectora a los viajeros en este caso y en primer lugar.
Habíamos dejado el auto en el camino porque la tranquera de entrada estaba cerrada con una gruesa cadena y aherrojada por un gran candado, motivo por el cual debimos saltar por sobre él cuatro hilos del alambrado tieso, y allí me di cuenta de que no es fácil manejar huesos y músculos que abandonaron hace tiempo los ejercicios y más tiempo aún hace que nos abandonó la juventud. El paseo había sido relativamente incómodo porque habíamos transitado por un malezal importante y recorriendo ese parque abandonado y lo que quedaba del antiguo chalet, pudimos apreciar aquel antiguo esplendor del casco propiamente dicho, porque el campo, aquello que produce la riqueza, seguía intacto como seguía sin modificarse el grupo familiar que directamente había herederado de aquél Roza, el primero, a quien atendía cuando iba a comprar cajones de sifones a la sodería del "Mono" Boccolini.
Una vez por semana se apersonaba este hombre bajo, grueso y moreno, vestido enteramente de gaucho, pero no montando a caballo sino conduciendo un "rastrojero" repleto de polvo, con algunos tallos de cardo espinudo en el radiador que había venido comiéndose el viento desde la estancia.
Era, por lo que recuerdo, un hombre parco, que bajaba de su vehículo al que llevaba casi hasta la sala donde se llenaban los sifones y me ayudaba a bajar los cajones vacíos.
Saludaba, hecho el cambio de cajones, se iba con el ceño siempre fruncido, hasta la semana próxima. No recuerdo que hayamos tenido una sola conversación en ese año que yo, peoncito único del establecimiento, hacia mis primeras armas laborales en la vida.
Siempre me llamó la atención una gran cicatriz en una de sus manos, en realidad le faltaba la mitad de la palma como me habían dicho que había ido a pelear de voluntario en la segunda guerra, yo fabulaba que sería una herida de granada.
Nunca pude constatar si era verdad que él había combatido, o era otro y me los confundía. Tampoco recuerdo si pagaba la cuenta por mes o yo le cobraba cada vez que venía.
Sí recuerdo que era uno de los pocos que entraban por ese portón ya en sulky, ya en auto o como él, como don Roza, en rastrojero y que eran, indefectiblemente gente que vivía en el campo. No creo haber atendido a más de seis personas distintas.
Después, el "Mono" me subió al carro para ayudarle en el reparto y después me largó solo, pero eso no fue enseguida sino cuando yo me puse más práctico (más "canchero", se decía en esos tiempos remotos) y aquí sí fui feliz, porque yo era como un pajarito que ansiaba la libertad. Podría mirar las chicas que ya comenzaban fuertemente a interesarme. Como era muy tímido sólo hacía eso: miraba o paraba el carro unos minutos para ver un partido de fútbol en un baldío, o me divertía con los borrachos en los numerosos boliches de entonces.
Pero el momento más sublime de la mañana o de la tarde era cuando me comía un familiar de jamón casero con mucho queso -ya en el bar de "Pito" Mazza si era de mañana o de don Atilio Valvazón por la tarde y luego salía con el alma bien templada, el corazón contento y el espíritu optimista, ya que nada pone tan de buen humor al hombre como el estómago lleno. Claro que difícilmente se haga una revolución con ellos.
Y volviendo a esa tarde en que hicimos aquella visita campestre con mi hermano, deberé agregar que no recuerdo el nombre del establecimiento, escrito en cemento en los altos del chalet abandonado.
No recuerdo si era ?Las Golondrinas? o ?Las Horquetas? o algo por el estilo. Lo que sí se me pegó en las retinas fue el regreso por ese callejón largo y polvoriento, cuando al doblar en el recodo del antiguo puesto de Samonta, un par de hurones presurosos escaparon de entre las ruedas del auto en movimiento y se perdieron en unos yuyales altos, que se meten en este momento del recuerdo como una nube de polvo evanescente.
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