Jueves, 22 de julio de 2010 | Hoy
Por Jorge Isaías
El recuerdo no viene como cuando entre nieblas el pueblo se me aparece difuso.
A mi abuela Elisa siempre la veo entre los altos tomatales de su quinta, entre fragancias del laurel que ponían su verde corpachón ante la inclemencia del verano.
Bajo un cielo quieto, de acuerdo al estambre sutil de algunas nubecitas.
Esta e la imagen de mi infancia primera. Lejana. Esa hectárea que ella trabajaba con tesón y casi diría con furioso amor tenía dos entradas por distintas calles. La principal, sobre el camino ?en desuso hoy que lleva a la Cañada del Ucle, la otra, con su portón para el sulky sobre la calle que daba frente a don Máximo Spizzo y la familia Zinny, y que iba a morir frente a la casa donde el Gordo Fusco vivía con su madre, sus perros y sus olorosos cerdos hozando entre el abandono y la inmundicia.
La otra imagen la traigo de su cocina donde nos contaba cuentos de su Orsogna natal. Y con esa voz tan dulce cantaba en dialecto nostalgias de su juventud.
La quinta era un pequeño oasis frente al fuego sin piedad del verano, con cigarras que aserraban la lentitud del día. Las torcazas no le iban en zaga y zureaban con engolado dulzor cansino presintiendo la canícula implacable, según la creencia popular. Lo cierto es que a mediodía un sol quebrador de cabezas insistía sobre la sombra propicia de los paraísos, los perros buscaban los rincones más frescos, las gallinas deambulaban con sus picos abiertos, tratando desesperadas de sortear ese sopor.
A lo mejor ese lugar era como todo mi pueblo: pequeño. Pero para mi brota en el recuerdo como una fuerza que la locura de este tiempo no mitiga ni reduce sino al contrario, exacerba en su lejanía ahora que mi abuela ha muerto y ese pequeño predio que fue vendido hace treinta y cinco años crece desmesurado en mi memoria defendiéndome de toda la intemperie.
Si yo me acercaba hasta la punta del camino veía a don Fusco sentado con el mate en una mano, el Fontanares en la otra y esa vieja boina cubriéndole la calva.
Nunca lo vi en otra posición. ¿Qué pensaba el Gordo Fusco en esa postura se dios oriental, viendo cómo se perdía el camino hacia las chacras con campos festoneados de alfalfares y de trigos?
Por lo que recuerdo, Domingo Fusco tenía unas pocas hectáreas que obviamente no trabajaba, sino juntando basura y desperdicios que la Comuna gentilmente le arrojaba en su campo para que él sin mucho esfuerzo alimentara una piara de cerdos hambrientos y un ejército de gallinas picoteadoras y famélicas. De la venta de estos animalejos vivían él y su madre.
La pintura el Gordo Fusco no debe resultar excesiva: mate, boina, camiseta sucia, pantalón atado con un cordón a la cintura que al abultado abdomen desbordaba, chancletas perdiéndose en el piso de tierra y esa pachorra de Buda criollo.
¿Qué pensaba Domingo Fusco cuando los jornaleros lo chanceaban camino de las chacras? Digo, si es que en algo pensaba. Moreras le daban sombra a su sosiego.
Sin hijos, sin mujer, rodeado siempre se mugrientos perros. Con un atado de Fontanares sin filtro y un poco de yerba que compraba suelta, le bastaban.
¿Quiso alguna vez otra cosa de la vida que verla pasar lenta, como el río de Heráclito, tan prestigioso a quien seguramente ni oyó nombrar ni falta le hizo?
A veces cruzaba ese patio pelado una viejecita que siempre de negro verá mi memoria.
Era la madre del Gordo Fusco.
Si bien mi abuela tenía amistad con la ?viejita Fusco? o trato de vecinos al menos, resulta improbable que no reprobara la conducta indolente de su hijo. Ella, una gringa hecha a los sacrificios, con un furor casi religioso por el trabajo, montaba en cólera cuando mis tíos por bromear le sugerían casarse con el ?vago de Fusco? para acabar con la viudez, decían.
De hecho, cuando mi abuelo Antonio murió, a los 29 años y cuando todo lo tenía por hacer, aunque ya había hecho la Guerra del catorce. Ella quedó con tres hijos pequeños y 26 años ignorantes del país donde apenas llagaba. Sin otro mar que no fuera éste de cardales y trigos, sin conocer el idioma que de hecho no llegó a aprender, tal vez como resistencia, tal vez para guardar mejor lo suyo.
Yo vi fotos de su juventud: era una muchacha de cabellos oscuros y límpidos ojos que conservaron cierta picardía hasta el final. Protegía a sus hijos como una gallina a sus pollos, en especial a mi madre, su única hija.
Ahora yo desgarro estos recuerdos, veo injusticias, rigores, un sosiego que sólo le llega con la muerte.
Pienso cómo contrastaba su vida con la de su vecino, qué maneras diferentes de tomarse las cosas. Tal vez por eso ordeno estas palabras, tal vez porque tuve la necesidad de refugiarme en aquel olor de los pimientos recién regados de su quinta, o verme a mí mismo entrar en sulky con mi tío Roque que me ha llevado al campo y llegamos cubiertos de polvo, riéndonos de alguna travesura que hicimos por el camino.
Tal vez la urgencia de los años nos arrinconan con sus pliegues de inclemencias, de loco torbellino donde nada se defiende y a mi sólo me quedan letras repletas de un azufre amargo para hacer resistencia, como aquellos árboles añosos que tenía mi abuela en el patio y que tan bien hacían frente a los temporales, aunque alguna vez les quebraran arteramente un gajo, ellos seguían firmes y reían con sus hojitas mojadas después de las tormentas.
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