Lunes, 26 de julio de 2010 | Hoy
Por Javier E. Núñez
Mis padres se habían ido de viaje por un tiempo. Fui a parar al Valle de Punilla, a casa de una prima de mi madre: vivía con tres hijos y un marido voluminoso que desbordaba la cabecera de la mesa que ocupaba la cocina. Suelo pensar en esa mesa de vez en cuando. Nunca supe de dónde la habían sacado ni el por qué de su curiosa cualidad. Pero en ella se ahogaba toda lengua conocida.
Me explico: uno se sentaba a la mesa y la comunicación verbal con sus congéneres, en un idioma inteligible, era una utopía. La cadena de signos lingüísticos que se representaba en nuestra mente seguía siendo la misma que en cualquier otro momento; lo que salía por nuestras bocas, en cambio, era algo ajeno y carente de sentido. Como si se produjera una ruptura entre el código que conformaban los elementos del lenguaje y su materialización, el habla. Uno pensaba en la sal, que estaba en la punta más lejana de la mesa, y el término le venía de inmediato a la mente, una relación entre el objeto, concepto o sustancia y la palabra que lo identifica sin ningún tipo de impedimento. Incluso sabía que para pronunciarla debía utilizar un alfabeto específico y una combinación de sonidos que acabarían por formarla: un silbido entre dientes, la boca abierta, la lengua curvada contra el paladar. Pero en el momento en que los labios se movían, sólo se escuchaban gruñidos y chasquidos que parecían responder a lenguas absurdas y distantes, carentes de vocales. Digo lenguas porque si en la mesa había más de un integrante, los idiomas que hablaba cada uno eran invariablemente distintos.
La comunicación verbal, en suma, era impensable.
Apenas llegado a esa casa traté de rebelarme. Me levantaba de la mesa y me alejaba hasta la puerta de la cocina, desde donde podía expresarme en forma clara y coherente: «Alcanzame la rúcula», «pasame el hielo, por favor», «qué rica está la tarta». Los demás, sin embargo, como si el efecto babélico de la mesa no afectara solamente el habla sino también el oído, se encogían de hombros para mostrar que no lograban entenderme.
A ellos parecía no molestarles. O bien se habían acostumbrado. Se comunicaban a través de gestos, miradas, ademanes. Representaban las ideas como si pertenecieran a civilizaciones diferentes que acabaran de coincidir en un claro de la jungla, o dibujaban elementos en el aire, con el índice extendido, para representar el objeto al que hacían referencia.
Creo que no siempre se entendían. Utilizaban, a veces, los elementos al alcance de sus manos para trazar significados confusos o representar acciones ambiguas que siempre dependían del contexto. El cuchillo que el padre mostraba podía ser una orden perentoria cuando alguien discutía "cortala de una vez"; hacer referencia a la persona que les había regalado el juego de cubiertos "la tía Chela" o indicar escasez -por aquel entonces ya se habían perdido varios.
Recién recuperábamos la coherencia entre el lenguaje del pensamiento y el habla cuando, al cabo de la cena, los tres chicos y yo nos alejábamos para mirar televisión, jugar a las cartas o leer en el porche bajo la brisa de verano. Los mayores, sin embargo -la prima de mi madre y su voluminoso marido- solían permanecer todavía un largo rato en la cocina. Se servían café y extendían la sobremesa, mientras inventaban o construían un idioma común de gestos, miradas y silencios.
No conocí pareja que se entendiera mejor.
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