Sábado, 7 de agosto de 2010 | Hoy
Por Miriam Cairo
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Una puede seguir usando la misma sombra, puede verla pasar del jardín a las habitaciones, de las habitaciones a la cocina. Puede engancharle un ala al tapar el frasco de dulces y verla gemir como una mujer o un lobo. También, una puede dejarla a los pies de la cama, para que la sombra nos vea gemir como una mujer o un lobo.
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Uno puede ocultarse en algo que termina. Escribirse palabra por palabra. Uno puede ocultarse en los párpados de la noche, no renunciar a ese privilegio. Puede irse y volver con el mismo sigilo. O puede ocultarse prodigiosamente en una caja, diluirse nota a nota en una canción, caer con todo el peso del cuerpo en un lugar propio y oscuro, o simplemente esconderse bajo las alas.
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El hecho de que una haya elegido la demora, no quiere decir que haya descartado la llegada súbita. Si una retarda la lectura, si una retarda la pronunciación de la palabra, si una demora el gesto, es porque más allá de las horas prohibidas, hay una prolongación de los instantes que nos consiente.
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A veces, alcanza con un segundo para encontrar dentro de sí un sentimiento auténtico. Y uno se pregunta por qué se tardó tanto, por qué fue obligado a revolver en los residuos hasta altas horas de la noche. A veces, en un segundo, uno empieza a verse desde el principio y se deja caer, se deja doler, se deja enlazar con fuego, como si uno, en vez de un hombre disuelto en el solvente del mundo, fuera una formidable esperanza.
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También, una tiene que saber doblarse sobre sí misma. La razón es muy sencilla: una sabe que existe. Una sabe que ha nacido. Sabe que está viva. Sabe que ese ángel que está sobre la mesa de luz estaba en el mismo estante de los despertadores. El ángel sólo tiene una parte inocente de culpa y el despertador cumple con las más claras y justificadas exigencias.
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Uno puede ser débil. Muy débil. Y de pronto, al mirarse en el espejo reconoce el resquicio de la duda, el resquicio de la repulsión, el resquicio del miedo, el resquicio de la fe. Y casi ninguna de las ideas que surgen será posible que sean diluidas en el solvente del mundo.
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Pero el despertar supone una terrible doble vida. Y una, bajo toda la inspiración, cree que es capaz de todo, no sólo de abrir los ojos hacia adentro, sino también hacia la fábrica de ángeles, hacia la cama donde se practica algo parecido al incesto o al frío, y con la misma inspiración puede darse cuenta de que debería lavar las cortinas. Y cuando las lavas, se da cuenta de que limpias, quedan perfectas.
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Después de todo, uno podría sentirse satisfecho al perder el nombre que lo llama siempre de la misma manera. Uno podría simplemente vivir para recordar su nombre, o bien, para glorificarse de haber frotado el rostro allí, y de tan prohibidas maneras. Uno podría guardarse la última sonrisa viviente en la memoria, y vivir los días como un actor trágico en un escenario al revés. Después de todo, uno podría sentirse satisfecho.
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A veces, una lograr estar despierta más de cinco minutos seguidos. Externamente, esto puede parecer fácil, pero qué grande es el peligro y con qué escasas interrupciones opera. En gran medida, este despertar de cinco minutos se debe a la vanidad, a la necesidad que tiene una de admirarse. Necesidad de que de una vez por todas, la sociedad la expulse a una de un empujón hacia sí misma.
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Alrededor de la mesa redonda o en la bien conocida habitación, uno tiene noción de los helados espacios que lo rodean y que uno debe calentar pero con un fuego que primero tendrá que salir a buscar fuera de la bien conocida habitación que hiela.
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Porque llega un momento, en que una domina su muerte con un pequeño juego de paciencia que una no decide, pero acata. Una se dice, ¿qué importa que no pueda sentirme? Y una lee con mucha turbación ese relato en el que un niño tiene muerta la mitad superior del cuerpo y la inferior, viva. Una lee que el cadáver del niño se mueve con las pequeñas piernas rojas y sufre, pero una no mira hacia abajo para no encontrar ninguna similitud.
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El miedo de no morir es altamente justificado. Sólo habría que echar algún vistazo alrededor, mirar hasta las últimas consecuencias para encontrarse uno mismo en lo mirado y ver cómo el auténtico deseo de estar muerto desaparece, se consume en sus trágicos ademanes. Uno habla para sí mismo, uno se dice que ante una sola persona puede repetir mejor su amor y como por arte de magia se pasa todo el día sin decir nada más, repitiendo el amor a cada rato, ante la persona que no verá en ello ninguna redundancia.
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