CONTRATAPA
› Por Gary Vila Ortiz
Sé bien que en algunos casos la ignorancia es imposible. Aquellos que ejercen una profesión o un oficio algo deben saber para poder ejercerlos. El médico la medicina, el abogado las leyes (no necesariamente la justicia), el historiador la historia, el plomero, el carpintero y el electricista sus respectivas artesanías, el mecánico de autos el complicado organismo de los motores, el astronauta cómo volar por el espacio. No siempre es así, pero debería serlo. En otros trabajos también habría que saber algo de lo que se pretender hacer, pero he notado que en muchos casos, en los últimos tiempos, parece que ese detalle se ha olvidado un poco bastante notoriamente. El político, por ejemplo, con las excepciones que al lector le parezca, debería conocer bien el arte de la política, pero daría la impresión que un intérprete de rock puede tener más posibilidades de alcanzar una función pública que un político que haya estudiado a conciencia los problemas del país. No digo un deportista, porque ya está comprobado que cuentan con la preferencia de los que votan.
Esto no es demasiado nuevo, y no se trata de algo propio de nuestro país. Hay otros en que pasa lo mismo. Los periodistas, o quienes así se auto definen, deberían tener un mínimo de cultura general, pero sin duda es notable el éxito que tienen aquellos que lo único parecen saber, si lo saben, es que amor se escribe sin hache. Algunos ejemplos al respecto no vendrían mal. Un hombre dedicado a este oficio, que por su parte tuvo mucho éxito, me preguntó alguna vez si Marín Fierro era el autor de José Hernández o si este señor había escrito el Martín Fierro. Pensé que se trataba de una broma, no del todo mala, pero no lo era. En realidad no tenía idea. Le contesté lo mejor que pude, le hice algunas anotaciones en un papel y él agradecido, se fue para el estudio (estábamos en un canal de televisión) e hizo un programa que después siguió haciendo con bastante éxito. Otro ejemplo, también de la TV: Eramos unos cuantos, y el personaje que recuerdo, habló un buen rato de esa gran novela de Thomas Mann que era "Adiós a las armas". No lo corregí al aire, me pareció una grosería, pero en un corte me acerqué y le dije que había tenido una confusión. Su respuesta fue extraordinaria: "¿Y vos estás seguro que Hemingway escribió esa obra?" Me lo dijo de malas maneras, enojado, por lo cual le dije que era posible que el que estaba confundido fuera yo.
En un programa de radio un político, o para ser exactos, alguien que se postulaba para no recuerdo qué cargo (que ganó por cierto) dijo en tono admonitorio que "Alberdi había sido un pésimo presidente, que tan sólo le podía gustar a los que la van de sabihondos". No lo corregí, pues enseguida, el que había venido con él, hizo el encendido elogio de Eduardo Gutiérrez como autor de "La Guerra Gaucha". Me he referido a ciertos ejemplos de mi trabajo en televisión y radio, pero podría contar unos cuantos de mi trabajo en el periodismo escrito. Con una diferencia que me preocupó. Conocí a algunos reporteros o cronistas que desde cierto punto de vista podríamos considerar algo "brutitos". Algunos me eran simpáticos y fuimos buenos amigos; otros eran repelentes porque hacían de esa ignorancia una cualidad necesaria para el oficio. Y la verdad lamentable, creo, pero a lo mejor estaba equivocado, era el hecho indiscutible que eran excelentes cronistas. Más de una vez debí pedirles que hicieran una nota y la hacían muy bien. Por cierto que los felicitaba, pues merecían el elogio, pero su respuesta volvía a ubicarlos en el lugar que les correspondía: "Vos, con tanto Borges encima, no podés hacer una nota así". Era cierto, y lo sigue siendo. También lo es que no se les podía pedir un editorial o un comentario. Pero ese no era el oficio. Esos que ahora recuerdo, y que lo hago porque ya no están, no habían aprendido de nadie el oficio. Parecían estar dotados del don natural de contar y sabían hacerlo, lo que no deja de ser todo un mérito.
Si cuento lo que cuento es para corregirme a mí mismo. Nadie tiene obligación de leer el "Martín Fierro"; menos aún saber que el autor de tal o cual o novela era Hemingway o Thomas Mann; tampoco conocer a Borges para hacer una crónica; pero no estaría tan seguro de decir que alguien que elige como oficio la política pueda hacer gala de tanta ignorancia y reírse de quienes se lo dicen porque finalmente tienen el éxito que buscan. Que no es justamente el hacer que mejoren muchas cosas en el país. Parecen desconocer lo elemental y lo ponen en evidencia a cada rato. Hay excepciones, claro, y en todas las gamas de la paleta política. Pero al mismo tiempo ¿cuánto hace que en la República nos hemos tenidos conformar con tener un estadista de vez en cuando, casi por casualidad? Y si eso es posible es porque el ambiente general del país se manifiesta de esa manera. Para poder redactar estas líneas resolví, gracias a que anduve unos días en cama, repasar los programas de televisión que se pasan a la tarde y a la noche, que se sabe cuentan con un buen rating, algunos protagonistas de "lujo" y además una repetición asegurada en otros programas de estilo similar. ¿Tienen estilo esos programas? No hay necesidad de dar el nombre de ninguno, sobre todo porque parecen calcados en lo que significa una burla nociva para quienes los ven y lo que es más grave, los disfrutan. Y que no se diga que son programas populares porque se trataría de una ofensa a lo que auténticamente es popular. Más aún, en este país hubo un tiempo en que se hacían teleteatros de calidad, programas de entretenimientos bien realizados y programas cómicos excelentes que raramente caían en lo chabacano.
Si a este poco edificante panorama, se suma una enorme cantidad de información, distorsionada de una u de otra manera, de acuerdo a estos o aquellos intereses, tenemos lo que tenemos porque estamos cercados por algo que nos supera.
Si he titulado estas líneas como "Las ventajas de la ignorancia" es por la sencilla y contradictoria razón que me siento asombrado ante el espléndido trabajo que Horacio González se encuentra haciendo al frente de la Biblioteca Nacional que está editando las más impensables obras que uno pensaba desaparecidas para siempre de los estantes de las librerías. En particular, a lo argentino visto desde diferente puntos de vista. Es decir elogiar a quienes intentan hacer que la gente sepa lo que debe saber. Un ejemplo, la espléndida edición fascimilar de cuatro números de la revista "Lulú" dedicada a la música. A un precio razonable y dentro de un catálogo estupendo. Otro ejemplo, una edición de "Contra", revista de los "francotiradores", realizada por la Universidad Nacional de Quilmes. Se trata de la revista que durante 1933 dirigió Raúl González Tuñón. También en este caso debemos ponderar sin reservas las ediciones que dicha universidad hace en la Colección La Ideología Argentina, que dirige Oscar Terán. De igual modo debemos hacer la alabanza de la serie "Nueva Dimensión Argentina", que dirige Gregorio Weinberg. Entre otros, de un catálaogo formidable, destaquemos "La Pampa. Costumbres Argentinas", de Alfredo Ebelot; "El país de la selva", de Ricardo Rojas; "Conquista de la Pampa", de Manuel Prado; "Los que pasaban", de Paul Groussac"; "Cartas de un porteño", de Juan María Gutiérrez" y una biografía de Esteban Echeverría de Félix Weinberg.
Es decir "las ventajas de la ignorancia" es para aquellos payasos que mientras más payasadas hacen, entre ellas las presuntas discusiones de un señor todo tatuado con una señorita con sus pómulos más hinchados imposible, ganan más dinero. Todos los libros mencionados no son de alto precio, todo lo contrario. Son los argentinos quienes ahora deben elegir. Leerlos no les llenará el bolsillo a nadie, pero le darán la oportunidad de enriquecerse espiritualmente, lo que no es la repetición de un "lugar común", sino la expresión de que día a día tratemos de ser un poco menos mediocres y cómplices de una estupidez que no parece tener límite. Creo que son bastantes quienes conocen aquello de Borges sobre la predilección que tienen los déspotas en quemar libros y levantar murallas. Nosotros, si persistimos en mirar mucho de lo que miramos sin decir nada, encendemos un fósforo con cada una de nuestras miradas. Agreguemos que, además de todo lo expresado, la ignorancia sirve para que la triste y trágica muerte de un niño, del inocente Isidro, pase desapercibida dentro de no mucho tiempo.
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