Mié 11.08.2010
rosario

CONTRATAPA

EL JUEGO DE LA TIMIDEZ

› Por Adrián Abonizio

!Uno, dos y tres cigarrillo 43!, chillaban las niñas y la que oficiaba de portavoz, de espaldas se daba vuelta de pronto y a quien descubriera no transformada en una estatua inconmovible se la expulsaba del grupo.

Nosotros jugábamos a fusilar con la pelota de goma. El frontón ya estaba encanecido y enturbiado de gris ¿Madre puedo? interrogaban las chicas de Becasese !Tres tortugas!, respondía la que encabezaba el juego absurdo: y todas se movían como los animalitos. !Somos los soldaditos que venimos del Perú!, desfilaban chicas y chicos frente a la Estanciera moribunda de Don Martín que exhalaba aire gaseoso como una ballena varada.

Nosotros apostábamos al crimen y seguíamos fusilando, intrigantes y dictaminando por un excusa u otra quien iría al paredón. No éramos mariquitas que andaban con cuellos almidonados y tacitas de té empezando jueguitos imbéciles donde no se sangraba ni un poquito así. Era la hora del calor luego de una sudestada imprevista que nos había refugiado en cavernas con chocolates, recortes de figuritas, televisión con problemas de vertical y madres incómodas porque le desastrábamos la casa. Por eso, luego de la tormenta, con una temperatura imprevista y de mangas cortas salíamos como ciempies furiosos a descargar. Matar, acribillarnos.

Empezaron a aparecer desleales. Al Luí lo sorprendimos jugando a la chupadita junto a unas nenas del umbral. Pero tenía una excusa válida: le gustaba mirarle las bombachitas. Y a Cárdenas jugando a la escondida. Le gustaba apretar a las nenas. Para colmo Marianelli bordó lo vimos con horror como quien ve asomarse por el tapial de casas bajas a un dinosaurio un mantel con florcitas del paraíso, iridiscentes, violáceas, delgadas. Lo más suave fue puto. Lo que sucede es que ustedes son muy brutos, se indignaron las niñas.

Allí entendimos que el trío escapado de nuestros arranques bélicos no eran propicios a mariconadas sino que por el contrario buscaban acercamientos femeninos, hormonales, compuestos y serios con tal de obtener en un giro la visión de una pierna desnuda, el acariciar imperceptible, el giro que toca un hombro. Lo entendimos pero no corregimos la apuesta. Por el contrario nos empezamos a comportar más salvajemente. Paulatinamente la deserción de nuestro bando se hizo creciente: quedamos López y yo mirándonos las caras; los demás ya estaban incorporados a la milicia unisex.

Chau, gritó Lopecito y saltó definitivamente la cerca. Me quedé con la pelota de goma que ya empezaba a oler feo la mezcla del caucho con el agua estancada es hedionda .Miré la luna cuarteada que aparecía a plena luz. Me pareció se burlaba. Yo solo sabía lo que me sucedía: ¿Cómo haría de aquí en más para disimular la tragedia de mi timidez? ¿Cómo retomaría un liderazgo basado en el miedo? Allí cerca bullía el verdadero mundo y yo empezaba a quedarme fuera. Escapé como pude tirando la pelota lejos y simulando buscarla. Me llamaron, ya andaba entre las chatas, sospechando de mi, con odio por como me habían hecho y el no poder estar más que en un solo mundo. Partí, entonces al destierro: la zona baldía del sur, a la casa de unos primos brutales que orillaban sus vidas matreras entre el campo cercano y los pliegues de una ciudad con un campanario como único vestigio de civilización: el resto solo pastizales salados, caballos a la buena de Dios, casas de ladrillos expuestos, con los tapiales combados por el paso del tiempo. Allí en esa aldea rústica encontraría mi brújula adversa. Mis padres me dejaron en la casa de la tía Adela, a su cuidado en un decir, puesto que recién operada de cataratas apenas podía moverse y a la inversa, era yo el que la vigilaría. Mis padres se habían emocionado con mi pedido y se fueron saludando hacia atrás, cerrando la verja torcida. Marisita, la entenada que mi tía había recogido cuando era bebé, los despidió en la vereda y se metió adentro rápido, preanunciando un chaparrón. Estaba de blanco y gris, como una monja de civil.No obstante, ya desde el primer día detecté que me miraba andar con atención. Pasó una semana donde apelé a embrutecerme cargando los escombros del patio, limpiando el gallinero, clavando y desclavando sus parantes, esperando por aquellos primos que andaban a la deriva por los campos, cazando; empleados golondrinas de cosechas. Entre ellos me confiaría y exaltaría mi virilidad cómplice; me rodearían de las armas agrestes, del olor montuno, los oficios del fuego, las herramientas de matar y de construir. Mientras Marisita avanzaba sobre mi terreno: nadie la veía, ni la vecindad, ni los ojos nublados de mi tía Adela. Por ello es que en la siesta invernal aquella, brasero en ristre, entró a mi habitación y quitándose todo se metió donde yo dormitaba, llenándome de olor a humo y de una fragancia barata a mujer. Ni tiempo de asustarme o huir tuve. La abrazé para quitármela de encima pero ya estaba entre mis piernas como un animal jadeante, arqueada, lamiéndome ! Uno, dos, tres cigarrillos 43! sentí que chillaban unas nenas afuera y recordé mi barrio.Ya tenía un pasado, mi timidez se había disuelto a la fuerza.Por la noche llegaron los primos y sus andanzas, pero me sonaron algo idiotas.Comieron como cerdos, hicieron chistes sobre la Tía, sobre la huérfana y se fueron en su chata a la medianoche. Era otro cuando los despedí: había llegado a lo máximo sin jugar a nada y no precisaba de ronda o de canto alguno para convertir en ceniza el miedo que había tenido a crecer de golpe. Cuando salió la luna redonda Marisita me llamó desde adentro. Me había convertido en un macho: una mujer ya estaba temiendo que la abandonase.

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