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Jueves, 26 de agosto de 2010

CONTRATAPA

Boliches de campo

 Por Jorge Isaías

El primero que recuerdo y que aparece nítido imbatible en la memoria es aquel que llamaban Boliche de la Legua, camino más allá del cementerio y que al estar a esa distancia exacta del pueblo, en un cruce de caminos se ganaba de por sí el apelativo.

De los otros, a los que sólo oí nombrar y que mi amigo Miguel Compañy trae sobre la mesa y los deja palpitantes como pececitos brillantes a gotas de un ámbar fiel, allá van: Santos Ferrara, Los prados, La Lata, Blanco, La viuda, Valvazón, Pendija, Copani, La Pellegrina, La Portada o Demarchi (que estuvo en los inicios, antes de que el mismísimo pueblo existiera), Tamborini, Raviola, Villa de mayo, o El dólar, que sigue estando en Colonia Hansen y que regentea su dueño y mi amigo. Estoy nombrando a Emir Egilio Menza, conocido popularmente como El Narigón, tan diligente y bueno como el pan recién horneado. Se me ocurre que estos boliches debieron ser la secuela de las antiguas pulperías que mojonaron la pampa en aquellos tiempos de caballadas atronadoras, ya fuera ranquel o de sufridos chinos patrios, especie de Martín Fierro, según eternizó Hernández.

Esas pulperías que según Sarmiento eran un oasis de sociabilidad en aquellas resolladuras del sol y los largas jornadas con peligros constantes y que había que ser muy baqueano para internarse entre esos pajonales machazos con la sola presencia de los ñandúes fugaces y el grito del chajá quebrando la noche de un solo y violentísimo tajo.

Estos boliches -los que yo conocí casi siempre de lejos, mejor dicho "vi" desde lo alto de un carro- eran seguramente más seguros y con unos parroquianos mucho más pacíficos, más proclives a jugar a las bochas que a las salvajes "visteadas" a cuchillo filoso.

Esos boliches estaban necesariamente lejos del pueblo y a veces a su costado se construía una escuela -hoy despobladas por el sistemático éxodo rural pero casi siempre tenían un galpón o una pista de mosaicos sufridos para los escasos bailes donde iban a sacudirse el polvo las juventudes chacareras de entonces. Estas pistas descubiertas se subsanaban con una buena carpa de lona o arpillera para cada ocasión y con algunos faroles que llamaban "sol de noche" producían la ilusoria sensación de un esplendor que sólo tendrían los salones del segundo imperio en el mediodía de Francia. Si bien estos boliches, es de suponer, abrirían todos los días para una copa casual o rutinaria tal vez de viandantes o de tamberos que eran los que tenían una actividad más regular -una vaca se ordeña dos veces al día, inexorablemente y ese trecho obliga a las cremerías de la zona y por ese trayecto siempre habrá "un" boliche a mano, o dos. Los boliches -como las pulperías en su momento eran un centro de información y una ocasión de hacer sociales.

Por lo tanto el día señalado era el domingo a la tarde, único hueco de la semana que se permitían a si mismos los sacrificados hombres rurales de entonces.

Se pasaban esas horas de ocio entre naipes, tabas, juego del sapo, o, ya en ocasiones mayores, una carrera de sortija o unas cuadreras como Dios manda.

Y a veces, a esto era ponerle un digno broche de oro: un baile donde nunca faltaba un acordeón a piano y un par de guitarras.

Si había a su alrededor alguna escuela como el caso de Colonia Hansen o el boliche La lata o Los Prados, la cosa se presentaba distinta. Había -allí sí una configuración de acontecimientos y sociabilidad diferente porque todo estaría investido de un carácter más formal ya que los actos escolares llevaban necesariamente un protocolo que aún en esos parajes solitarios y casi dejados de la mano de Dios, la persona que representaba al Ministerio de Educación, a la sazón maestras o maestros que fungían de directivos, amén de enseñar a leer y escribir, hacer cuentas y aprender algo de Historia y Geografía, si fuera posible, debía cumplirlo.

Como nunca asistí a un acto escolar en esas escuelitas rurales nada puedo agregar que no esté en la conjetura y la fabulación de mis lectores o yo.

Escapan en estos momentos los rostros de todos aquellos hombres y mujeres que poblaron la Colonia cercana a mi pueblo. Un gran vacío más hondo que todos estos años se interponen entre algún recuerdo, alguna anécdota sucedida en aquellos míticos boliches y yo. Si yo pensara en los obreros que transitaron mi pueblo y que hoy son sombra y olvido sería distinto. Pero tratándose de aquellos chacareros difusos prefiero hacer mutis, porque mi experiencia infantil con las zonas rurales era esporádica y acotada y sujeta a mi discreto rol de acompañante de mi padre, es decir sin ninguna iniciativa propia como por otro lado era mi vida y la de cualquier niño de entonces.

Y el lector se preguntará con razón ¿Y los boliches entonces? Ay, los boliches ni mis amigos ya no están. Han sido borrados de la faz de la tierra. Y es tan triste reconocer que es como si nunca hubieron existido.

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