CONTRATAPA
› Por Natalia Massei
Adela siempre soñó con ganar la lotería o el Quini. Tan cerca estuvo aquella vez que salió el 2345. Por dos números erró. Lo que Adela nunca había imaginado era que una mañana de marzo encontraría ochenta mil pesos olvidados en un cajero automático, a tres cuadras de su casa. Que estarían allí como si hubieran sido suyos, pero un poco desplazados del radio de su legítima propiedad, casi suyos si no hubiera sido por trescientos metros.
Había salido ese martes, como de costumbre, para hacer las compras temprano y ahorrarse la espera en el mercado. Pasó, en el orden habitual, por la verdulería, la fiambrería y el supermercado. Y volvió caminando sin apuro. Tenía tiempo de sobra para llegar a su casa y preparar la colita de cuadril con papas que iba a cocinar ese mediodía. Al pasar por calle Rawson, a mitad de cuadra, se detuvo frente a la vidriera de la zapatería. Quería saber el precio de unas sandalias rojas que ya tenía vistas pero que encontraba difíciles de combinar y, además, ahora que conocía el valor, bastante costosas. Antes de ponerse nuevamente en marcha y, mientras pensaba en los zapatos, reparó en el Banelco justo al lado de la zapatería. Fue entonces cuando advirtió la bolsa negra de plástico, apoyada sobre la tabla de madera pegada a la máquina distribuidora de billetes. El tiempo libre y la curiosidad la invitaron a entrar. Espió, sin dudarlo, el contenido de la bolsa y, naturalmente, encontró dinero. Una vez más, no lo dudó: hundió el paquete en el carrito de las compras y se dirigió a su casa, ahora sí, apurando el paso.
En menos de cinco minutos estaba encerrada en su habitación con toda la plata desparramada sobre el acolchado. Billetes de diez, de veinte, de cincuenta y de cien. Ochenta mil pesos en total, contarlos le llevó un buen rato. Ninguna identificación del propietario, aunque hubiera sido sencillo devolverlos al banco. Tan fácil desprenderse de ellos ahora que estaban arriba de su cama y no había margen de error.
Los ocultó bien al fondo, en el canasto de la ropa sucia, y por fin se decidió a preparar la carne al horno con papas.
Esa tarde, esperó a Vicente con la comida servida, como siempre, y la sorpresa de haber ganado una cifra exuberante jugando a la quiniela. El hombre venía cansado y con un apetito canino. Le preguntó, solamente, cuánto había ganado y cuánto cobraban de comisión los de la agencia de lotería. Se alegró mucho al escuchar ambas respuestas. Ella descorchó un Fresita que había salido a comprar mientras la carne se asaba a fuego lento. Y brindaron con ilusión, mirándose a los ojos. El miércoles, durante una salida al centro para ver electrodomésticos, Adela estrenó las sandalias rojas junto con vestido y cartera haciendo juego.
El jueves recibió en su casa el aire acondicionado. El viernes llegó el lavavajillas. Hubo que esperar hasta el lunes la entrega del colchón de resortes.
El martes, cuando se cumplía una semana del feliz hallazgo, un encuentro temido la sorprendió, entre las góndolas del supermercado Estrella, en el sector de los congelados:
¡Vos sos la chorra!
¿Perdón, señor? ¿qué está diciendo?
¡Vos te llevaste la guita del banco! ¡Sos vos! ¡Te tenemos filmada por las cámaras de seguridad! ¡¡¡Sos vos!!!
Disculpe señor, usted está confundido, no sé de qué me está hablando. ¡Está diciendo cualquier barbaridad ?! Permiso? Si me deja pasar, por favor?
Mirá, vos hacete la boluda si querés, pero ya estás fichada. Vas a tener que devolver la plata.
El desconocido, de unos 35 años, vestido de traje azul marino, fue terminante. Adela sintió un frío que le recorría el cuerpo, pero mostrando seguridad enfiló hacia adelante, dio unos pocos pasos y dobló en la esquina del café y las infusiones, donde dejó el changuito a un lado, para después abandonar el local raudamente.
Otra vez en su casa, sentada sobre el colchón nuevo todavía envuelto en el nylon protector, blando como deben ser las nubes y caro como el oro con los hombros caídos y las manos apoyadas sobre las rodillas, Adela mira el canasto de mimbre y piensa en el split de 4500 frigorías todavía sin instalar; el lavavajillas de acero inoxidable con 7 temperaturas diferentes y comandos digitales que no pudo aprender a usar; el 2343 que nunca salió; las sandalias que no llegó a domar; los sesenta y dos mil pesos que quedan en la bolsa; el autito para Vicente; los dieciocho mil que se gastó; el hombre de traje azul; la quiniela; el marido que llegará en un rato.
La sobresalta la estridencia grave y prolongada del timbre de entrada que insiste en sonar. Es raro, nadie los visita jamás a esa hora, todo el mundo sabe que Vicente trabaja y que ella está en el mercado, haciendo las compras.
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