Martes, 5 de octubre de 2010 | Hoy
Por Natalia Massei
Hay que hacerle un análisis al nene. Van a ser las once y el doctor todavía no llegó. No estaban seguras de la preparación para el estudio así que lo trajeron sin desayunar, por las dudas. El nene llora. Es chiquito, dos años quizás. Tiene hambre. Afuera la mañana es fresca y soleada, adentro la calefacción ahoga. El nene se tambalea sobre sus piernas inexpertas por toda la sala de espera, llorisqueando, y aterrizando cada dos o tres pasos en las piernas de su mamá o en las de su abuela. Una lo dobla en estatura y es difícil calcularle la edad. Un rostro maduro sobre un cuerpo aniñado. La otra es muy alta, alrededor de un metro setenta. Ambas corpulentas y de rasgos duros. La piel curtida y arrugada alrededor de unos ojos oscuros que insinúan juventud y fortaleza. La mirada amable. El nene tiene los cachetes húmedos, embadurnados de lágrimas y sudor mezclados con la mugre de sus manos que se lleva constantemente a la cara. Está abrigadísimo: una campera marrón de corderito, cerrada hasta arriba, un jean nevado y unas zapatillas diminutas de lona roja. Para que traspire, dice la abuela. Él se deja estar así. Se queja un poco pero sin capricho. Es buenito, explica la madre.
La abuela se pasea en círculos con una botella de Seven Up sin abrir en las manos.
Ya va mamita, ya va, se dirige varias veces al nene con ternura. Ninguno de los tres se sienta aunque la sala de espera está vacía.
Disculpe señorita, ¿podrá tomar algo la criatura?
La secretaria frunce los labios en señal de desconocimiento:
Yo creo que sí porque no es de sangre. Pero espere que lo llamamos al doctor.
La abuela recuerda que, años atrás, cuando la mamá del nene tenía apenas un año de edad, tuvieron que hacerle el mismo estudio. Justo antes, hubo que darle, por indicación del doctor, una mamadera con leche caliente aunque fuera pleno enero. Para que transpirara. Lo relata dos veces mientras la secretaria llama al médico. La mamadera, la leche caliente. Era enero. El doctor dice que sí, hasta puede desayunar si quiere.
Por fin abren la Seven y la madre saca del bolso un paquete de galletitas Vocación de vainilla.
¿Querés masita?
Se sientan los tres. Ellas conversan sobre las noticias que trasmite el canal informativo. Una mujer ofrece vender sus órganos a fin de reunir el dinero que necesita para salvar a su hija enferma. La contemplan y la escuchan absortas, llenas admiración. Si fuera necesario harían lo mismo. Sin pensarlo.
Él nene come la galletita de a pequeños mordiscos que lo mantienen entretenido. Y transpira debajo de la ropa. No adivino por qué están allí. De sangre no es. Ellas siguen comentando la valentía de esa madre televisiva. Sufren ese dolor en carne propia. No coinciden con el conductor engominado de la cadena de noticias: no se trata de una acción desesperada sino de un acto de heroísmo. Desmesurado. ¿Cómo medir ese amor? ¿Cómo calificar ese gesto de sangre ? Ellas lo comprenden sin calcular esa medida. Y sin embargo, se sienten tan lejanas a esa madre capaz de todo. ¿Qué relación podría haber entre el gesto desmedido y esos otros pequeños, más íntimos, cotidianos?
Como el recuerdo nítido de una escena ínfima: su hija, que ahora es una mujer, tenía apenas un año. La llevó al hospital para que le hicieran un análisis, entre tantos otros, como tantas veces. Era enero. Hacía calor. Le dio una mamadera con leche caliente, como tantas otras, como todos los días durante esos primeros años. Ella lo recuerda bien. Cada detalle. La humedad de esa mañana estival, el body rosa que le había puesto debajo de la camperita de algodón. El sudor, las lágrimas. Un gesto mínimo: la textura entrañable de un amor infinito. Inconmensurable.
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