Miércoles, 6 de octubre de 2010 | Hoy
Por Mario Alberto Perone
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Tengo nueve años Son las diez de la mañana de un martes A mi lado mi padre sentado al volante de un Ford 37 Sobre el asiento trasero una escopeta de un caño calibre 14 creo La cuida mucho Va a enseñarme a tirar No me pregunta si yo quiero aprender o no Él lo decide y listo Me hace faltar a la escuela donde quisiera estar ahora y no aquí en el auto en un camino de tierra lejos del pueblo Mi madre dice Andá con papá Acompañalo dice y hay temor en su cara Yo quiero hacerles caso A los dos Nunca sé cómo Paramos Mi padre baja del auto escopeta en mano Tenés que hacerlo dice y la carga Mira hacia el pajonal Una mata se mueve Me la da Tirale dice No puedo Tirale de una vez idiota dice La luz del sol me ciega Alguien pasa en sulky lejos por el camino de tierra Mis piernas sienten lo áspero del pajonal y pienso en mi terror por la sangre Tiemblo Obedezco Un balazo y una perdiz destrozada Comienzo a llorar Mi padre no dice nada Subimos al Ford 37 Volvemos al pueblo Yo tiro en el pajonal la perdiz sin cabeza y sigo llorando Un viaje de unos diez kilómetros sin hablarnos Las plumas pringosas adheridas a mis manos se vuelan al sacudirlas por la ventanilla del auto Llegamos a casa Ya no lloro Mi padre me observa Cuelga la escopeta de su gancho Mira a mi madre que me mira a mí Parece que va a decirle algo pero no Está enojado y no habla En este momento empiezo a comprender cómo son las diferencias entre las personas
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El chico, de unos nueve años, está sentado detrás de la ventana que da a la vereda. Ha corrido una cortina y mira hacia afuera. Hay una mesa en el medio de la habitación, que parece el comedor. Sobre la mesa, papeles, diarios y cigarrillos. Son las once de la mañana y el chico escucha el ruido de un caminar dificultoso por la vereda. Abre más la cortina para espiar mejor. Es el viejo que pasa, puntual, golpeando el suelo con su bastón de palo y arrastrando la pierna izquierda. El chico deja sobre la mesa la calculadora de mano. Hay una radio en un estante y se oye a Ella Fitzgerald cantando "Lady be Good". Se acerca un poco más al vidrio. En su cara hay una expresión absorta, levemente ansiosa. Mira al viejo, que se detiene justo bajo la ventana y apoya el bastón contra la pared. Baja la bolsa que cuelga de su hombro, la deja en el suelo y se sienta al lado, sobre las baldosas rotas. Abre la bolsa y saca bruscamente una muñeca. Cruza los pies y coloca la muñeca en su entrepierna. La muñeca tiene el tamaño de un recién nacido. Está desnuda y sucia. De la cabeza cuelgan ralos mechones de pelo pajizo. Le falta una pierna y en la otra tiene una media roja. El viejo agarra las manos de la muñeca, la mira a los ojos y le habla con una voz aguda, casi femenina. "¿Todos los días te lo tengo que decir?" La acerca a su cara hasta frotar su nariz con la de ella. "Así no sé cómo ayudarte" le dice. Los ojos del viejo comienzan a llorar. Sus lágrimas mojan su barba entrecana. "Sé lo que pensás. Nunca más me vas a engañar". Sacude los bracitos articulados de la muñeca. "Es feo ver llorar a un hombre" dice. "Fijate, otra vez la cama sin hacer". Levanta la muñeca hasta su boca y la besa. "Bueno, vamos. Nadie nos robará las naranjas. Quedate tranquila, yo te cuido". El viejo mete violentamente la muñeca en la bolsa, se incorpora con mucho esfuerzo, toma el bastón y se va, arrastrando la pierna izquierda y la bolsa. Detrás de la ventana, el chico suelta la cortina. Ella Fitzgerald canta ahora "Easy to love". La puerta del baño se abre y una mujer entra al comedor. Tiene un bolso de mano y dice "Voy al quiosco a comprar cigarrillos y otras cosas y después me quedo en la iglesia hasta mediodía". El chico contesta "Sí tía, ya sé" fastidiado, sin mirarla. La tía es maciza, baja, de vientre abultado, sin cintura. Tiene un vestido barato y huele a comida. Calza ojotas de goma, pero sus pies se ven asombrosamente bellos. Son lisos, blancos, suaves, y las uñas brillan, agresivas, muy bien pintadas con un insolente esmalte rojo. Hace un mohín de despedida, sale y cierra la puerta con suavidad. El chico espera unos minutos. Aparta su silla y se levanta. Sus zapatos negros no son iguales. El derecho es normal. El izquierdo tiene un gran zócalo que compensa la desigualdad de sus piernas. El chico camina inclinándose hacia la derecha cada vez que pisa con ese pie. Llega hasta un gran biombo y lo separa. Detrás, en lo que parece el único lugar para dormir de la casa, hay una cama de dos plazas. El chico se agacha y saca de abajo una caja de cartón. La destapa y toma una muñeca vestida con un espléndido traje de comunión, blanco, impecable. Le acomoda los pliegues, los volados, los zapatitos de seda rosada, el pelo negro, lacio y brillante. Se acuesta, besa la muñeca, la coloca sobre su entrepierna y la frota frenéticamente, hasta quedar dormido. A las doce, la tía regresa, deja la compra, el misal y el rosario y se sube a la cama. Comienza, lentamente, a despertarlo acariciándole el cuello. "Tontito" le dice al oído "¿Por qué no me esperaste a mí"? Desde la radio, Ella Fitzgerald canta "Day Dreams".
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Ayer pasó la anciana. Él, el chico de unos nueve años sentado detrás de la ventana, estaba allí. Ella miró. Él también, pero no a ella sino al infinito, al vacío. La anciana siguió su camino. El chico quedó en el mismo lugar, sentado detrás de la ventana, mirando al infinito, al vacío. Hoy pasa la anciana. Mira al chico sentado detrás de la ventana, que sigue allí, exactamente como ayer, mirando al vacío, al infinito, a través de los vidrios. La anciana mira otra vez y sigue su camino. Mañana, la anciana pasará nuevamente. Mirará y buscará al chico sentado detrás de la ventana, mirando al infinito, al vacío, y no lo encontrará. El chico sentado detrás de la ventana mirando al infinito, al vacío, desaparecerá de la mirada de la anciana que pasará mañana. La anciana, que mañana pasará, habrá dejado de pensar en él, y esa será la causa de su desaparición. Lo que la anciana no sabrá nunca es que mañana, cuando el chico sentado detrás de la ventana mirando al infinito, al vacío, desaparezca, también desaparecerá ella, porque sólo estaba presente, caminando y mirando al chico sentado detrás de la ventana mirando al vacío, al infinito, en la mirada de ese chico.
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