Jueves, 18 de noviembre de 2010 | Hoy
Por Emiliano Oviedo
Mi padre suele enviar cartas. Lo sé porque seguidamente lo comenta. Pero extrañamente nunca le he visto escribir ninguna. Sé que suele recibir también. Algunas bien extensas, amigables. Tampoco pude ver que leyera ninguna. Por otra parte, sí estuve presente en algunas ocasiones cuando las lleva en la mano y se las muestra, agitándolas un poco, dentro del sobre ya rasgado, a mi madre.
Ha de ser bello el recibir una carta; es un género y una predisposición diferentes. Yo nunca he recibido una, una de verdad, con olores y asperezas. Quien se sienta a escribir una carta, se sienta y enfrenta el papel blanco, inmediatamente sabe que ha de mover la mano. Es algo íntimo pero en vistas a un futuro vario, es como lanzar una lata en la noche y no saber si hará alboroto. Otro poco es como guardar un secreto en un árbol, dejarlo en la corteza horadada y saber que por ese sendero va a pasar alguien. Se acercará al árbol y sacará entre la madera carcomida, en el vaho del aserrín desprendido, aquello que se le ha confiado.
A veces se sienten en el aire columnas, tantas columnas, como un bosque colmado de marcas, tórrido, con la fronda de las copas dejando bajar un peso húmedo, toda aquella luz deslustrosa, pálida. Algo ha de pasar entonces entre tantos árboles ciegos. Es bueno por eso abrir la vista, tener en cuenta los sentidos. Al caminar por ese bosque se tiene aquella extraña relación, aquel estado inmóvil que permanece: lo pendiente. Y se camina atado y pendiente de todo ese enredo boscoso, como caminando en medio de telarañas; sólo que a las telarañas podemos verlas y abrirnos paso con la mano. En cambio, a esta realidad nunca podemos reconocerla, estamos absorbidos por todas sus presunciones, asumimos como propias cada pretensión suya. De vez en cuando, se desprende una gota de glicinas, de savia, y cae justo delante nuestro. El aroma asciende cerrado y mohoso, en un roce que no llega a hacer empalme, entendemos que algo que nos rodea, que algo a nuestro alrededor, puede derrumbarse.
Antes se escribían cartas. Se mandaban cartas producto de tomarse el trabajo de sentarse a escribirlas. Buscar un buen papel o al menos uno que sirviera. La historia más de una vez obligó a las personas a escribir sobre las excrecencias del mal tiempo, sobre cualquier superficie, sobre lo que hubiese a mano. Aún así, siempre, siempre, parece ser más fácil escribir y pensar cuando se tiene la compañía imaginaria del otro. Género bastante malvado el epistolar, tantas cosas pueden suceder en la dilación, en el segmento diferido propio de su mecanismo. No en vano la tragedia se valía del exceso de tiempo, del gasto, que propicia todo mensaje. En el intervalo, la desgracia. Así, tal vez, cuando leas estas líneas, mi ánimo sea diferente, otras mis ocupaciones. Ni hablar del estado del pensamiento y el ovillo de emociones en que las leas. Suelo pensar entonces el doble filo de las cartas, a veces perversas; otras, esperanzadoras.
Tristemente hemos espantado mucho a los fantasmas, una cruzada ciega del pensamiento exorcizó todas las villas con hogueras; en cada pueblo, por remoto que fuese, se elevó un cadalso para ver arder a los espectros. Ahora, de repente, la realidad ya despoblada de demonios, tanto nos hemos empeñado, se vuelve reservada, discreta (en aquel sentido matemático) y guarece muchas de sus caras en la imagen de lo indiferente. La realidad como un ama de casa recelosa guarda uno por uno todos los objetos de la casa, los va quitando de los estantes, de los anaqueles, de la chimenea y los enfunda. Sólo queda el mobiliario vacío. Tampoco es que echemos tanto de menos esas cosas, porque cuando estaban presentes, develadas, siquiera reparábamos en ellas. Queda, no obstante, el afuera, la calle.
Pero parece que aquellas horquillas fueron sobremanera eficientes porque las personas casi no se miran en las veredas. Como si las calles fueran el cauce helado de un río que se heló, no podemos caminarlas, pasamos urgentes bajo un frío ensordecedor que mana de todos lados. Umbrales permanentes, cruzamos. Aturde la mente aquella imagen bajo cuya forma los hombres de otras épocas imaginaron la verdad: detrás del umbral, como una esencia que espera ser tocada tras el vano de un portal. ¿Se equivocarían tal vez? De cualquier modo, la ojiva ya ha hecho por mucho su trabajo; ahora es el tiempo de las manos trabajando otra vez, insistiendo, nuevamente, en lo maleable, en la pasta, en el género, en el barro, en todas esas cosas que no pueden ser reversibles, que no tienen envés ni revés, sin salve y seña, sólo cosas. El puño encomendándose a la carta.
En una película que vi hace un tiempo, en lo alto de una montaña, en un templo degradado, un personaje le confía un secreto a la rajadura de una columnata. Acerca un susurro que luego cubre con barro. Algo de eso tiene el escribir cartas. Como si al trazar línea tras línea fuéramos dejando desparramada varia gramilla y de entre esa maleza de tinta seca, sólo el remitente puede reconocer aquello que aún conserva sentido, podrá ver la sutura de barro en la piedra y entender el secreto.
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