Jueves, 29 de septiembre de 2005 | Hoy
Por Fabián Di Nucci *
La reflexión se disparó por el informe de mis asuntos internos, a la salida del nosocomio. Estoy en esa franja etaria en que se incrementó mi capacidad de reflexionar y disminuyó la de flexionar, a secas. Es decir, esa etapa de la vida en que antes de hacer cualquier cosa, conviene pensarlo dos veces. Sé que más tarde el panorama se aclara y ya ni falta hace pensarlo.
No es que me la busque ni es pura petulancia la que me empuja a publicar ciertos hitos de mi vida; es mi sentido de la responsabilidad social. Pretendo que sirva como la paternal advertencia de un amigo, ya que muchos de los hechos que aquí se narran, tal vez hoy no pero mañana sí, acontecer te acontecerán.
Sé que los cambios los hacen los pueblos y no hombres providenciales. Creo en los procesos colectivos y en que uno debe encaminarse en la dirección del porvenir sin ponerle piedras al futuro.
Concretamente ¿puedo negarme a participar del torneo interno de la empresa? ¿Significa algo, estadísticamente considerado, el hecho de que sólo pudieran alquilarse esas canchitas de "soccer", híbrido horroroso entre el sublime futbol y el repetitivo frontón, si consideramos que la pelota no sale nunca, rebota en el lateral y vuelve y siempre vuelve y sigue volviendo sin parar y no podemos pedir minuto como en la NBA ni el más infantil aunque desesperado "pido gancho"?
Minucias, dirán; pequeñas cuentas en el infinito collar de eventualidades que enhebra consecuencias y desenlaces. Y por supuesto, secuelas. Lo que es a mí, me quedaron secuelas.
Insisto entonces: no soy yo sino el destino y en él, la absurda medicina ¿preventiva? haciendo de fermento. Sirva lo mío de modesto pero aporte al fin a la paz del hombre y a su perdida felicidad, cuyo edén fuera desconocer los diabólicos tormentos pergeñados por los inquietos discípulos de Galeno.
No por casualidad en su heráldica retozan dos serpientes prolijamente enroscadas alrededor de una espada. ¿Puede tal engendro simbolizar la búsqueda de la salud o el afán samaritano? ¿Brinda el menor sosiego al alma dolorida toparse con ese ícono siniestro apenas uno con su cuita, ingresa al consultorio del verdugo?
De tales ofidios tales oficios.
Uno espera sentado en la antesala, hojeando un ejemplar de la revista Pronto, con los papeles de la obra social, la credencial, la orden y la plata para el plus, que siempre resulta más de lo que la secretaria nos dijo por teléfono cuando le pedimos un...turno.
¿Para qué dan turno los facultativos si no lo cumplen, le yerran por décadas y, encima, al final atienden por orden de llegada? ¿Esta demora es estricta consecuencia de su amor y dedicación al pacientesufriente, o la nada sutil táctica de poner en claro desde el primer instante quien tiene el espéculo por el mango?
Sabemos que la Argentina es un país extraño. Se creyó con fundamento que sobrevivir (se ignoran otras formas de vida) aquí generaba seres casi indestructibles, capaces de proezas maravillosas como atreverse a tripular submarinos rusos, volar en el Discovery o pasearse con turbante por las calles de Londres.
Una temporada en Argentina te vuelve un X-Men, con poderes especiales que provocan la envidia del nacional de cualquier país al que tarde o temprano emigramos, a sabiendas de que no puede llegarnos al tobillo.
Llego al punto crítico de esta advertencia: el tobillo. Yendo entonces a él, y a sus tendones, luego de lo sorpresivo de nuestro triunfo en la primera fecha del Torneo Interno, con actuación descollante del suscripto fui, con renovados y apasionados bríos a jugar la segunda jornada del fixture, sin considerar que mi cuerpo había carecido del reposo imprescindible para la alta competencia planteada por el inmundo soccer.
En efecto, quince días me resultaron escasos para restablecerme por completo luego de 30 minutos de frenesí de la fecha anterior, disputados salvajemente y -ya lo dije- sin que la pelota dejara de rebotar, rara, como encendida, sin detenerse, presa de un desvarío futbolístico que ni en las propagandas de Naiq.
Intenté suplantar con mi experiencia la falta del tercer ojo para predecir hacia dónde escaparía el útil, hasta que me pasó cerca y le arrojé sin misericordia tal guascazo que imaginé me elegirían empleado del mes.
Para ser breve diré que el arrebato de mi pie izquierdo hubiera avergonzado incluso a Daniel Day Lewis. Antes de impactar penosamente el esférico, se trabó, con la potencia que me caracteriza, en la moquete. Bueno, el piso.
Presionando con la misma fuerza durante todo el trayecto, recorrió un doloroso medio metro sin despegarse de la dura superficie, logrando una flexión antinatural de tobillo y empeine hacia atrás, desde el pulgar hasta el talón, legendario punto débil si los hay, del héroe militar griego y porqué no, del deportivo.
Dejo de lado el dolor. La gama de colores de fucsia a negro fluorescente más la inflamación instantánea de la extremidad inferior izquierda -mi pierna hábil-, y el aspecto morcillesco del nunca mejor llamado dedo gordo, motivaron el encuentro con el facultativo de turno, más radiografías, pomadas, vendas y, ya que estaba, por qué no hacerse un chequeo general que me permitiera seguir con la saludable vida sedentaria que disfruto, plagada de rayos catódicos, quietud, oscuridad, periódicas libaciones, ligeros piscolabis y soccer muy de vez en cuando. ¿Ah?
Error, nunca te hagas un chequeo. Un chequeo significa que ya no sos el que eras o, peor, descubrir que jamás lo fuiste. Un chequeo revela que no debiste hacer lo que venías haciendo y si no lo habías hecho, que ya no lo intentes. Un chequeo explica porqué algo que te dolía un poco te seguirá doliendo más y para siempre. Un chequeo descubre que mientras algunos intrépidos como Colón buscaron otro camino hacia las especias, la sal, el jengibre, el clavo de olor, la nuez moscada y la mostaza; o hacia el sésamo y la mirra, en fin, hacia el sabor pleno y sensual, más le hubiese valido al genovés dejar su huevo en paz o comérselo poché y soso, ya nunca más frito ni a caballo.
El chequeo primero nos prohibe, luego decide qué cosas. El chequeo, como pasará con los robots, se ha independizado del médico y ha adquirido vida propia. Siempre aspira a más: quiere analizarte, estudiarte, conocerte a fondo aunque te resistas, porque lo mejor es saber y prevenir y no hay nada como agarrarlo a tiempo.
-¿A tiempo -pienso-, qué cosa me tienen que agarrar a tiempo? Si yo vine por el tobillo y corrí como un guepardo durante 30 minutos sin parar sobre el césped sintético que ni Julio Bocca. Excusas.
No es cuestión de dejarse estar ni creer que abandonando el faso o el café estamos hechos. Lo determinante es el chequeo, sacramento pagano, rito iniciático de la madurez maltratada, prescripto cada vez para un poco antes, con mayor rigor y fatalidad que un sobresalto económico en nuestra patria.
Pero hay más: el chequeo es intrínsecamente perverso. El chequeo busca ahí. Debe palparte eso. Necesita mirarte exactamente aquello. Requiere de una herramienta fría escarbándote allí o (generalmente y) de una cánula penetrándote por allá.
El chequeo utiliza instrumentos jodidos: la aguja es larga, el metal helado, el dedo grueso y el vasito portante de nuestos secretos, transparente. El chequeo exige que uno adopte posiciones vejatorias sobre una camilla que avergonzarían a la Cicciolina, mientras escuchamos cada tanto la voz del hijo de mil hipocrático diciéndote ya falta poquito, como si uno fuera un bebé, o el reto, más triste aún de ¡no me frunza!
En este momento ingresa el grupo de residentes de tercer año, con mayoría femenina, sin que exista el menor motivo que justifique su presencia. Salvo por el sencillo hecho de que te están haciendo un chequeo.
¿Cómo no fruncir, cómo no arrugar, cómo no encoger, mermar, contraer, esconder, lagrimear? ¿Qué puede importarnos lo que falta después de todo lo que ya hubo?
El final es irrelevante. Dejar la sal y el azúcar, el alcohol y las gaseosas, los picantes, el cigarrillo y el asado por las verduras asadas, e incorporar fibras a la dieta que, se sabe, están en la cáscara de ciertos cereales como la cebada integral. ¿No es monstruoso?
Igual, sano no te vas a ir pero eso sí, hay que volver al tiempo porque el chequeo, de acuerdo con el resultado del primer chequeo confirmado por el segundo chequeo, concluye con que deberás hacerte chequeos periódicos claro que a intervalos más cortos, progresivamente, según el tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos.
Por que se sabe, siempre es mejor prevenir...aunque para eso haya que hacerse un chequeo.
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