Miércoles, 22 de diciembre de 2010 | Hoy
Por Jorge Isaías
A Tita, Carmen y Ricardo
Menuda, simpática, no carente de una electricidad natural, eso era la vecina que llamábamos "tía" aunque todos sabíamos que no nos unía ningún lazo de parentesco pero sí del cariño, que trasciende siempre los vínculos casuales de la sangre. Ejercía no sé qué arte de birlibirloque o magia para esgrimir las escasas monedas que ganaba don Francisco, su marido, en la peluquería de magros ingresos y poner una mesa decente a su familia que completaban sus hijas "Tita" y Carmen y el inefable Ricardo, el menor.
La casa de los Spina era la entrada también a ese campo lleno de yuyos -nunca supe quién era el dueño que separaba la calle del caserón de la familia Gallardo. Se accedía hasta su patio rodeado de añosos paraísos, por un caminito angosto que los integrantes de la familia -don Cayetano y doña Fermina compuesta además por seis hijos (tres varones y tres mujeres) transitaban para ingresar al pueblo. Tenían otra salida que quedaba casi en la casa de los Vélez y constaba de una gran tranquera de madera que a veces se cerraba con un gran candado. Por esa calle salía don Cayetano montado en un moro enjaezado con pericia criolla. Eran sus faenas habituales en la estancia de Maldonado, que quedaba a cinco kilómetros exactos de esa enorme tranquera. Pero era habitual que a pie salieran por el patio de los Spina, por lo que Ricardito llama "el camino de los Gallardo", con ese hilo de alambre que se ataba a un añoso paraíso y era como el límite de las dos familias.
En ese tiempo -sin ruta y sin calle asfaltada era casi el campo ese sector del pueblo. La calle -mi calle que festoneaban de un lado el "campito" de Gallardo y del otro, el maizal de don Clemente Gerlo sólo está viva en mi memoria feroz y persistente. Tenía gramilla a los costados, antes del tejido o alambrado. Algunos árboles y una huella sola que producía el carro de don Antonio Compañy o la jardinera olorosa a pan crocante que guiaba don Juan Cristóforo Galli, de la panadería tan refinada que se llamaba "La Flor".
Esa calle, ese caminito, esa casi huella única fue testigo una madrugada lloviznosa de junio, del urgido traquetear de un sulky, con mi padre nervioso, lleno de miedo y de ansias, cuando fue a buscar a doña Agustina Pezzoni, partera egregia de mi pueblo. "Partera con diploma", decía mi abuelita Laura.
Una vez que iba con ella nos cruzamos a doña Agustina y al inquirirle por su identidad me dijo con toda la naturalidad de la que ella era capaz:
Es la mujer que te tiró de las patas.
Es obvio que esa frase fue entendida por mí muchos años después.
Esa callecita que poblaban los gorriones y el pesado vuelo de la torcaza cenicienta. Esa callecita que no era tratada por nosotros como tal, fue escenario y testigo hoy mudo y muerto de las primeras incursiones con las boleadoras de plomo que me fabricaba mi padre, y que me enseñó a usar contra las bandadas distraídas y lánguidas que iban a castigar el almácigo de don Eufrasio Campos.
De vez en cuando -pero fue más adelante hacía puntería contra las bandadas que iban por el aire. Pero el sistema tuvo que ser abandonado porque se extraviaban o perdían con frecuencia. Con sólo atarle un trapo colorado junto al plomo no era suficiente, el yuyal era hirsuto y escondedor, como se sabe.
Más adelante, ya acompañado de aquella barrita haríamos incursiones hasta la cañada del "gordo" Compañy, no sin dejar de lado el saqueo de la tapera de don Way, en ese campo de los Ortali, que yo siempre pensé de los Pozzi, pero Roberto Escudero me dice que fue de la firma Sáenz de Arregui y Cía.
Pero me fui muy lejos, yo quería rendir un homenaje tibio, sentido, a la tía Anécdota Rojas de Spina, muy importante en los afectos de mi niñez primera.
Era, por lo que recuerdo, menuda, el cabello tirando a rojizo en alguna parte, unos grandes ojos verdes, que tenía según la luz del sol unos breves reflejos dorados. Una enérgica alegría que tenía para regalar, porque las pocas cosas materiales que tuvo en su vida tan exigente las compartía con todos.
Sus hijas "Tita", Carmen y Ricardo, su único hijo varón, fueron como hermanos míos. Yo me crié en su patio que cruzaban un par de patos lánguidos y mansos y un gallito pequeño a quien ella cariñosamente llamaba "Pinino".
Lo poco que tuvo me lo dio y cuando ya no le quedaba nada -tortas, bizcochos, buñuelos, empanadas asomaba su rostro alegre por sobre el tejido que la separaba de la calle:
Nene me decía vení que tengo algo rico para vos y cuando yo, interesado y rápido, entraba como un tromba en su pequeña cocina, ella me alcanzaba en un plato unas rodajas de pan con una gota de aceite y una cucharadita de azúcar.
Mi paladar no conoció manjar tan rico, porque en ese gesto -yo creo que lo entendía entonces estaba todo su inmenso amor, y a propósito, ¿que pasó con ese plato donde me ofrecía su manjar preciado? ¿Y de quién era el sulky con el cual mi padre transportó a la partera, que en su premura casi tumba en ese viaje un poco alocado la madrugada en que yo vine a este mundo, un quince de junio que se quedó en la llovizna?
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