Miércoles, 29 de diciembre de 2010 | Hoy
Por Eugenio Previgliano
Hay algo que me hace dudar, al principio algo casi imperceptible llama mi atención, hace que deje lo que vengo pensando y me concentre, tal vez un tambaleo que apenas noto, un ritmo inusual en su paso. La ropa que viste, si bien es conocida y estoy seguro que la he visto muchas veces así vestida, a pesar de que tiene rastros de estar limpia, arreglada y planchada tiene, sin embargo, un dejo de antigüedad, como apoliyada, como gastada desde nueva. Esto lo noto mientras la miro de lejos, al atardecer, con el enorme horizonte del río detrás, como si una luz de luna lo envolviéralo todo en el mismo crepúsculo del día, sin esperar su debido tiempo, como si algo en el propio tiempo mismamente se hubiera alterado abriendo una puerta a otra dimensión, a una dimensión donde no importa tanto la secuencia interminable de los días, las horas, los segundos que diferencian el escenario presente de los días pasados, una dimensión de tiempo distinta donde todo se agolpa y no hay pasado, no hay futuro y uno puede esperar del porvenir escenas ajadas que ya conoce, pero jugadas por protagonistas de menos prestigio que aferrados a un tiempo que no pasa, que no se diferencia, que no aporta espesor a las cosas que se repiten indefinidamente en un ciclo caprichosamente modulado, alegre, triste, melancólico y húmedo, así , en este tiempo, es que reparo, viéndola caminar con un paso desacompasado que otrora me hubiera inquietado pero en este tiempo que no transcurre, que se traslapa en un presente interminable sin futuro, me resulta que será su modo habitual de caminar, oscilando, pendiendo, flameando de un lado a otro sin que sus pasos se dirijan decididamente hacia adelante, sin que la encaminen hacia atrás, sin que la muevan hacia uno u otro lado.
Sus pasos, registro entonces, tienen el azaroso don de venir hacia un lado, hacia el otro, parecer hacia adelante, pero tampoco interesa cuál es la dirección decidida de sus pasos porque sus pasos, en un tiempo que no se ha detenido pero ya no es útil para dejar atrás el pasado, tampoco llevan a ninguna parte. Suceden en una sucesion sucesiva de sucesos que no dejan rastro, que no dejan marca, que al no conducir a ningún escenario distinto incluso resignifican el territorio, y el aura lunar que la ha envuelto desde siempre ahora aparece repitiéndose, distinta, pero ya no sigifica un augur del destino, el encanto de lo misterioso; apenas sugiere el sinsentido de no tener un tiempo que prefigure un futuro, que dé esperanza por lo no hecho, y la recorta del resto del mundo destacándola, no ya en su singularidad tentadora, sino en la original trivialidad con que se distinguen, por ejemplo los caballos entre sí, cuando en invierno son arriados a los campos verdes para que al pastar puedan sostenerse para el próximo verano o mejor aún, a la única e irrepetible cosa que los guía, en el calor hastiante del verano, rumbo a la seca de los campos altos guiados por un instinto que no discrimina presente, pasado ni futuro y ni siquiera permite un lugar para el deseo.
La veo acercarse pero nunca alcanzo una distancia apropiada para observar los detalles de su rostro, tal es el tiempo y el espacio donde ella aparece, tan particular que la distancia incluso toma otro valor y se puede estar cerca y lejos a la vez, acertar justo a la medida y no errarle en ninguna estimación porque todas y cada una de las distancias que hay en este mundo que recién percibo son siempre adecuadas, justas, precisas y exactas. Esta abolición de tiempo, espacio y espesor le da al mundo una condición sólida, de eternidad trivial donde una cosa puede resultar a la vez idéntica y diferente de otra y los sucesos reorganizan al mundo tanto para atrás como para adelante, sumido como está el mundo en un tiempo indefinido donde no hubo pasado ni habrá futuro pero es dudoso que haya presente, donde las cosas que ocurren no dejan marca, habilitadas como están para volver a ocurrir en distintos e intercambiables grados. La veo acercarse pero no alcanzo a ver qué clase de marcas hay en su rostro: es probable que en este tiempo no haya más que una cosa indefinida donde la juventud se mezcle con la madurez y ésta a su vez se entrelace en una milonga interminable y serpenteante con la vejez y vayan aflorando todas en un coro disonante, con quintas, que resulten incluso como la armonía de antes de don Juan Sebastián sin resultar jamás armónicas ni ofrecer aristas disonantes.
Intento, mirando más allá del horizonte ver si hay algo, un signo, una muestra, un indicio que señale que fuera de los límites de mi percepción haya sucesos sucesivos orientados en el pasado el presente el futuro, en un espacio donde realmente se puedan reconocer los límites, las distancias, los bordes, los inicios, intento reconocer en el vuelo de las aves algo más que el caprichoso devenir de un tiempo sin sentido, en un espacio sin distancias, en un mundo sin espesor.
Atardece, me inquieta y me ilusiona saber que el movimiento del sol continúa, que más allá hay cosas invariantes en las que se puede confiar.
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