Lunes, 17 de enero de 2011 | Hoy
Por Por Guillermo Paniaga
Algunas tardes regreso a la calle donde te vi por primera vez. ¿Por qué? -preguntarás; si estás ahí, allí, aquí, siempre conmigo. Qué busco en esa calle ahora que, sé, no estarás; qué busco inventándome nuevas razones para la melancolía. No lo sé, Clara. Tal vez se trate precisamente de eso, de encontrarle un motivo (ya no me agrada la palabra razones) a este sentimiento que se ha estancado en mi alma. Te veo cada día y sin embargo prefiero buscarte en sitios donde no estarás: prefiero extrañarte. Las contradicciones hace rato que no me espantan. Estoy lleno de preguntas, de dudas, de angustias y de miserias. Pero no me aterra saberme así. Lo acepto, es lo que soy. Y algunas tardes, ya lo he dicho, me agrado.
Hoy, por ejemplo, llegué a la calle después del atardecer. Las mesas del bar estaban ocupadas por estudiantes que demoraban el regreso a casa. No era tu hora. No quería encontrarte. Incluso me preocupaba que estuviese alguno de nuestros conocidos en común. Por suerte a nadie reconocí y nadie me reconoció. Me senté a una mesa apartada del ventanal, y allí me dispuse a recordarte. Ni siquiera es amor, Clara, lo que me llevó hasta el bar. Es una necesidad de pureza, de justificar la melancolía. Estar solo sin que nadie exija mi palabra ni que me moleste con las suyas.
A veces logro desligarme de uno u otro mundo: El mío, que pienso y vivo, y el del otro, que escribe y actúa. No es una unificación. Simplemente soy uno de los dos. El problema, Clara (y es lo que podría llevarte a creer que sí se trata de una unificación), es que no sé cuál de los dos es el que está. Uno y otro, de tan acostumbrados a la convivencia, han adoptado rasgos y tics propios del otro. De modo que si uno vive, el otro también parece hacerlo; y si el otro escribe, el uno también lo intenta. Estas palabras, Clara, aunque se presenten con las formas del pasado, como descripción de un acto ya hecho (lo cual da esa sensación de seguridad en el devenir: es uno observando lo ocurrido desde un palco privilegiado, un mangrullo más allá de la costa) en realidad relatan lo estoy viviendo ahora. Es ahora que estoy solo sin saber cuál de los dos soy. No importa, él y yo coincidimos en algo más que en los tics que nos contagiamos: el amor no está presente.
Volvamos al otro tiempo: nos sentimos más tranquilos en el pasado (que no te confunda el plural).
Quedaban en la mesa los restos de la consumición anterior: dos tazas de café (una manchada con rouge) y un plato blanco de loza con tres masitas de limón. Me hubiese gustado oír la conversación de esos dos; los imaginaba dos chicos enamorados. ¿De qué hablan en un bar dos que creen amarse? No quiero recordar mis experiencias porque no son los ejemplos más claros (o porque sencillamente no quiero recordarlas). Un mozo se acercó con paso arrastrado; no lo reconocí a él tampoco, debía de ser un nuevo empleado (lo único conocido eran las paredes, las sillas, las tazas, y en el fondo, muy en el fondo, esto me preocupó: me otorgó una leve conciencia de la fugacidad de nuestro paso, de nuestro mundo, de nuestro tiempo, de nuestro movimiento encapsulado en un calidoscopio donde las formas cambian pero es siempre lo mismo). Le pedí café y dos medialunas. El mozo se alejó hacia la barra arrastrando el mismo desgano. Me recordó al Polaco, tal vez por eso no me molestó la desidia. Al contrario: cómo podría molestarme con quien muestra con tal claridad en su rostro la infelicidad. La aparición del mozo me había sacado del ensimismamiento, de modo que me dispuse a observar mi entorno.
A estas alturas, Clara, ya no necesitaba tu recuerdo. Observé en especial a una pareja de chicos que se besaba dos mesas más allá; junto a ellos, en otra mesa, una mujer madura se sonrojaba. Estaba escandalizada, miraba hacia la calle resoplando cada vez más acalorada; por un momento temí que la cara le fuera a estallar y que la cabeza se le desprendiera del cuello. Era divertido verlos. No había palabras, no había otro diálogo entre los chicos que el de los besos.
Pero a la mujer no le gustaban las palabras de ese idioma, tal vez le escandalizara no tanto el afecto sensual desinhibido de los chicos como la ausencia de caricias que aquella abundancia ajena le enrostraba. La señora llamó al mozo y le pidió que amonestara a los jóvenes.
El mozo miró hacia la mesa de los chicos, que seguían en su propio mundo, sin enterarse de lo que ocurría a escasos metros, y luego a la señora; lo vi sonreír, juro que lo vi sonreír, Clara. Entonces hizo un gesto con la cabeza, señalando el fondo del bar.
"Siéntese en aquella mesa, señora, desde allá no los va a ver".
La mujer pasó del rojo al violeta y, cosa que aún me resulta increíble, en lugar de salir del bar insultando al mozo y a los chicos, condenándoles a todos los fuegos del infierno, obedeció y se sentó a la mesa del fondo.
Me sentí eufórico, nos sentimos eufóricos, Clara, y necesitamos encontrarte antes que extrañarte. Besarte aunque no sea en nuestro bar.
Pagué mi café y salí; le dejé al mozo 20 pesos de propina.
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